Mirar la curva que define cómo han ido creciendo las noches tropicales, las noches tropicalmente impropias habría que decir con más exactitud, en Alicante es mirar un síntoma menor de algo de más dimensión, como adivinar los indicios de un abismo oculto de una profundidad realmente desconocida en el que nos negamos en redondo a reconocernos. Porque a nosotros no nos va pillar, seamos sinceros. El problema del clima, de lo que estamos haciendo con él y de cuyos desórdenes empezamos a tener noticias no teóricas sino prácticas, es que los que pueden hacer algo y los que deberíamos estarlo exigiendo, si es que no es muy tarde ya, no verán ni sufrirán las peores consecuencias de sus actos. O mejor, de sus no-actos, de sus inacciones. Es como un barrer y esconder la inmundicia bajo la alfombra, pero a nivel planetario. Es difícil concienciarse de lo que no te afecta a ti de forma inmediata. Pero debería ser más difícil no concienciarse de lo que va afectar a nuestros hijos (ni siquiera voy a mencionar a los hijos de los demás, porque no pido conciencias tan grandes) y a nuestros nietos. Les queremos tanto, ¿verdad? Es verdad que cuando te enfrentas a consecuencias menores, para qué pensar en problemas mayores. Con poner el aire acondicionado y contar al día siguiente lo mal que se pasó la noche a 28 ó 29 grados, todo arreglado. Soy un gran aficionado al cine de catástrofes. Hay algo seductor en el género o al menos yo se lo encuentro. Últimamente, las catástrofes climáticas de toda índole son el tema central de muchas películas, con la inestimable ayuda de unos efectos digitales que parecen hacerlas más creíbles. Queremos asustarnos de lo que pensamos que no es factible, pero nos da miedo. Es sorprendente, si lo piensan, que nos aterrorice la improbable posibilidad de que haya algo bajo nuestras camas aparte de mucho polvo y que la perspectiva de que el mar pueda subir hasta tres metros su nivel de aquí a 200 años nos deje fríos.
