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Giorgio de Chirico, de visita en Palma

La otra tarde fui hasta el Gran Hotel/CaixaFòrum para ver la exposición de Giorgio De Chirico, el pintor metafísico de las ciudades vacías. Sólo entrar, a mano izquierda, está él -su autorretrato, quiero decir- con aquella nariz de pingüino imperial, ojos de sapo y mejillas de cantante de ópera, pasando revista a todos los que le visitan. Mientras contemplaba sus cuadros urbanos y sus maniquíes de madera, pensé en lo fácil que debía de ser falsificar a De Chirico -a ese De Chirico de las calles y las plazas y los maniquíes, precisamente-, uno de los pintores que más falsificados fueron en el pasado siglo. Por sí mismo, incluso.

La pintura también es un viaje en el tiempo y ese pensamiento me condujo hasta una comida en Madrid con Laurence Viola -la viuda del pintor Viola- cuando yo preparaba mi libro París: suite 1940, sobre las andanzas parisinas de César González-Ruano durante la Ocupación alemana. O mejor, las malandanzas de CGR, que fue muy amigo de su marido.

Entre otras cosas, Madame Viola me contó que después de que los alemanes encarcelaran a CGR, desapareció de París sin dejar rastro. 'Hasta los muebles se llevó -me dijo- no dejó ni uno'. El pintor Viola y el periodista Ruano -también entre otras cosas- se habían dedicado en aquellos años a vender obras falsas. Organizaron un tinglado donde uno hacía, digamos, de Elmyr de Hory y el otro de su marchante. Las guerras desatan muchas cosas y la picaresca -delictiva o no- es una de ellas. Probablemente sus compradores también eran estafadores de otro estilo y no sabían qué hacer -comprar arte, viste- con el dinero acumulado con otro tipo de artes (malas, quiero decir).

Una vez instalado el matrimonio Viola en Madrid, Ruano volvió a aparecer en sus vidas, me dijo Laurence. Transcribo sus palabras: 'continuaba siendo el mismo. Recuerdo que le pedía a mi marido que le pintara un Matisse, como en la época de París más de una vez le había pedido un falso Vuillard, un Bonnard o un cubista. Entonces mi marido cogía su libreta y hacía varios ensayos matissianos. Y luego se los enseñaba a él: me los quedo todos, decía; me gustan mucho, gracias. Y de la libreta nunca más volvía a saberse nada. Y de aquellos dibujos tampoco'.

No es difícil imaginar lo que ocurría con aquellos dibujos y vaya usted a saber qué bocetos de Matisse cuelgan en Madrid que de Matisse nada de nada tienen. Pero Madame Viola no me habló de De Chirico. De Ruano sí dijo más, porque además de amigos eran vecinos. En la finca de la calle Ríos Rosas vivían al mismo tiempo -y en distintos pisos, por supuesto- Ruano, Viola y Camilo José Cela. Ni un mix de El Lazarillo de Tormes y de La vida del Buscón Don Pablos daría para tanto como dio ese edificio entonces y es más que posible que el falso y conocido Miró de Cela -que Joan Miró convertiría, repintándolo, en verdadero- surgiera también de ahí.

¿Y qué pinta aquí De Chirico? Poco, pero algo pinta. Si regresamos a París, otro de los amigos de Ruano fue Óscar Domínguez, el pintor canario. Se cuenta que dos años después de acabada la guerra entre uno y otro -y Viola- organizaron una exposición de cuadros de De Chirico -todos falsos, todos pintados por Domínguez y Viola, parece- y antes de la inauguración lo invitaron a que la viera. Al propio De Chirico, digo, que no tuvo ningún inconveniente en aceptar la invitación del marqués español -Ruano se había inventado un falso marquesado como tarjeta de visita- y su amigo canario, tan divertido y ocurrente. Cuando De Chirico llegó a la sala y miró los cuadros, hizo un gesto contrariado. 'Aquí hay falsos -dijo-, aquí hay cuadros que no he pintado yo'. Ruano y Domínguez, falsamente sorprendidos -en una guerra hasta el pan es falso, no sólo los marquesados y la pintura-, hicieron diversos aspavientos y con todo el rostro le contestaron: '¡Díganos cuáles, maestro, y los destruimos!

Ellos sabían que lo eran todos y aún así insistían: ¿cuáles, maestro? (Siempre hay que desconfiar de quien te llame maestro). Pero lo sorprendente fue la reacción de Giorgio de Chirico. Señaló cuatro o cinco pinturas diciendo: 'éstos son los falsos; los demás, no'. Y marchóse tan contento como había venido, autentificando los no excluidos. A veces he pensado que se rió de ambos; otras que, inquieto ante tales personajes, se largó para evitar males mayores. Pero quizá ocurriera que él también había falsificado parecidas pinturas en alguna ocasión y prefirió no ahondar en el asunto. O que decidiera participar en el negocio y se entendieran. Incluso se dice que el italiano sospechó que su Némesis particular -el poeta Paul Éluard, que lo había expulsado del grupo surrealista- estuviera en el ajo.

Todo eso lo recordé mientras miraba los cuadros de Giorgio de Chirico en el Gran Hotel, pensando lo fácil que debía ser falsificarlos. Y hubo dos, muy conocidos, que me gustó mucho verlos en vivo -los había visto, tiempo atrás, en reproducción-: Plaza de Italia con fuente y Dos máscaras. Si me gustó especialmente verlos, fue porque la pintura de las vanguardias, al revés de lo que ocurre con la pintura clásica, suele perder al tenerla delante y gana en reproducción fotográfica. No ocurrió así con estos dos, al contrario. Al salir a la calle, sonreí pensando en el gesto de De Chirico -sea falsa la anécdota o real- señalando cuatro o cinco cuadros y dejando como propios todos los demás. Sic transit gloria mundi...

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