Una sociedad como la nuestra, utilitarista y moderna, o tal vez, posmoderna, no tiene sitio para la cultura clásica. Se trata de un anacronismo tolerado a duras penas para mantener a unos pocos chiflados que han empeñado sus vidas en la enseñanza de antiguallas nocivas, además, para el estudiante porque fomentan el espíritu crítico y procuran el pensamiento libre, fundamento último de la educación. Es notorio que desde hace demasiados lustros, las autoridades educativas no solo no se sienten concernidas por el mantenimiento de este acervo histórico multidisciplinar, sino que han propiciado su retroceso inmisericorde, cercenando la formación de los jóvenes en tales materias.

Nuccio Ordine ya advertía acerca de «la disolución programada de los clásicos» en su espléndido libro «La utilidad de lo inútil», donde también afirmaba con rotundidad que sabotear la cultura y la enseñanza es arruinar el futuro de la humanidad.

En medio de este desapego paulatino, la utilidad de la cultura clásica se circunscribe casi exclusivamente a la inclusión en los discursos de máximas y aforismos de autores antiguos. Una disertación que se precie no puede quedar huérfana de ellos. Así, la rara elocuencia de los parlamentarios patrios se adorna, en el mejor de los casos, con hermosos adagios y sentencias ancestrales.

Esta semana, ha sido comentada la intervención en el hemiciclo de la ministra de Educación, Isabel Celaá, dando respuesta a una pregunta sobre el modo de garantizar la igualdad de oportunidades en el sistema educativo. Vaya por delante el deseo mayoritario, todavía por cumplir, de contar con un modelo educativo ecuánime donde prime el mérito, el esfuerzo y que procure la formación de ciudadanos libres y cultos. Pues bien, la señora ministra, para reforzar su valioso argumento a favor de la equidad, citó a Aristóteles y le atribuyó la frase «dar a cada uno lo suyo». Hasta donde sabemos, este filósofo inmenso no legó a la posteridad semejante axioma. La formulación jurídica de dar a cada uno lo que le corresponde, «suum cuique tribuere», la realizó el jurista romano Ulpiano quien tras definir la justicia como «la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho», estableció su triple dimensión resumida en los tres célebres principios del derecho («tria iura praecepta»), a saber: vivir honestamente («honeste vivere»), no dañar a otro («alterum non laedere») y dar a cada uno lo que le corresponde («suum cuique tribuere»).

Ciertamente, se trata de una formulación inspirada en la obra de Cicerón y de los filósofos griegos, encaminada a establecer algunos principios jurídicos esenciales y permanentes que favorezcan un orden justo, aplicable a la realidad.

Así, es mérito de este jurista del siglo III de nuestra era dotar de sentido jurídico a la denominada justicia distributiva, en virtud de la cual se han de repartir tanto cargos -derechos, premios u honores- como cargas -deberes, tributos o sanciones-. A lo que parece, el acierto de la formulación ulpianea es incuestionable y su validez universal.

No obstante, el problema reside en determinar los criterios para establecer esa distribución equitativa y es aquí donde la política impone sus ideas. En este sentido, el recurso a la igualdad aritmética (tratar a todos por igual) o geométrica (hacer distinción en proporción al mérito) es de vital importancia y permite indagar en el pensamiento aristotélico y en su conocida idea de tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales en aras de la justicia.

En todo caso, y de conformidad con esta ansiada pretensión de dar a cada uno lo suyo, es de justicia dar a Ulpiano lo que es de Ulpiano y no invocar el nombre del Estagirita en vano.