Cuando aún están recientes algunos temas conflictivos, como la sentencia contra Deliveroo sobre relación laboral de sus repartidores de comida a domicilio; cuando no disparatados, como la empresa aceitera que se negaba a pagar los atrasos a las trabajadoras porque el convenio colectivo se refería solo a trabajadores, que la empresa consideraba exclusivamente en masculino; o los augurios que leemos con cierta frecuencia acerca del impacto negativo sobre el empleo de la robotización; resulta cuanto menos reconfortante el estudio de Deloitte «Tendencias de Capital Humano 2018: el auge de la Empresa Social», basado en 11.070 entrevistas a CEOs y directivos de Recursos Humanos y otras áreas de las organizaciones de todo el mundo (232 españoles), cuya conclusión más importante, en mi opinión, es la visión de las empresas, por encima de las consideraciones económicas, como organizaciones sociales, con importancia creciente de factores como la relación con sus empleados, con sus clientes y con la sociedad en general, que es lo que constituye la base de los resultados sostenibles. Los conceptos asociados a la Responsabilidad Social Empresarial están cada día más asentados en las empresas que quieren liderar el mercado.

«Una empresa social, en la definición utilizada por Deloitte en el informe referido, es una organización cuya misión combina el crecimiento de los ingresos y la obtención de beneficios con la necesidad de apoyar y respetar su entorno y la red de partes interesadas».

Una visión con la que coincido plenamente y que debería convertirse en una especie de mantra para todas las empresas que quieran tener éxito sostenido y esas, sin duda, son todas las organizaciones. La cultura del pelotazo, en mi opinión, fue solo una serpiente de verano que afortunadamente desapareció, y hoy -como ayer, en realidad- lo que ofrece garantías es la claridad de ideas y objetivos junto con la tecnología, los recursos y, sobre todo, las personas en equipo capaces de alcanzarlos.

Una realidad cada día más contrastable es el aumento del poder de los clientes en su relación con las empresas, apoyado en la transparencia que facilitan las nuevas tecnologías. Poder que el cliente no está dispuesto a ceder, lo que exige a la empresa comportamientos de buen ciudadano que ya no son opcionales ni aportan valor diferencial; ese comportamiento es un valor entendido sin el cual las organizaciones empiezan a perder viabilidad.

La tecnología es, sin duda, de gran ayuda para conocer necesidades, expectativas y opiniones de esos clientes y del entorno social que rodea a la empresa. Pero la tecnología no es nada sin personas cualificadas capaces de entenderla y obtener las conclusiones más fieles y, sobre todo, personas capaces de dar la mejor respuesta a esas expectativas.

Tal como indica el propio informe, «ser una empresa social significa invertir en un ecosistema social más amplio, empezando por los propios empleados de la organización; significa tratar a todos los trabajadores de una manera transparente, justa e imparcial; los líderes deben tratar de proporcionar un entorno de trabajo que promueva la longevidad y el bienestar, no solo en la carrera de un individuo, sino también en las esferas física, mental y financiera».

Para los que trabajamos desde la empresa o desde la academia en gestión de personas en las organizaciones, estos son conceptos casi diría que obvios, pero que exigen visión a largo plazo en toda la organización, poco compatible con las urgencias que desafortunadamente impactan todos los días en la actividad empresarial. Son árboles que a menudo impiden ver el bosque y la llanura un poco más allá y que acaban paralizando muchas buenas ideas.

He dicho en alguna otra ocasión en esta columna que el corto plazo es imprescindible para las empresas, que no hay largo plazo sin corto, pero para los directivos, la focalización, lo importante, debe estar en el largo plazo, y eso pasa por conseguir el compromiso consciente y compartido de los empleados con la organización. Y siempre la empresa debe dar el primer paso y mantenerlo.