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Matías Vallés

Presumir de golpe de Estado

La calificación desmesurada del referéndum de Cataluña no ayuda al crédito de un país europeo que teme que el mínimo conflicto puededesencuadernarlo

El candidato presidencial John Fitzgerald Kennedy le impusieron a su pesar a Lyndon Baines Johnson como vicepresidente futurible, pero se revolvió orgulloso para afirmar que “no importa, tengo 43 años y no voy a morirme en el cargo”. La anécdota aporta un excelente resumen del valor de la lógica en la historia, aun asumiendo que el número dos no tramara la desaparición del número uno. La excesiva confianza de JFK en sí mismo contrasta con el acentuado pesimismo hispano, que se regodea en la crisis catalana atribuyéndole la dimensión a todas luces exagerada de golpe de Estado. Cuanto peor, mejor.

Hay que repetir a diario que la independencia de Cataluña era imposible amén de indeseable para sus presuntos promotores, según se viene demostrando al comienzo del año 2 después del C. En lugar de ridiculizar a quienes se embarcaron en una empresa que abandonaron a medias, o de corregir sus excesos, se opta por presumir de haber sufrido un golpe de Estado. La calificación desmesurada del referéndum catalán, al borde del masoquismo, no ayuda al crédito de un país europeo que asume la fragilidad de que el mínimo conflicto puede desencuadernarlo.

En política, la grandilocuencia se paga. El enfoque hiperbólico del enfrentamiento con Cataluña se traduce en que la noticia de la semana será que Carles Puigdemont no recibió el Nobel de la Paz. La prosa marcial de Llarena ha convertido al primero fugitivo y después exiliado en el maldito Gandhi. Los mismos que han caricaturizado la presencia del catalán en las quinielas del premio de Oslo, se hubieran deshecho en ditirambos si la candidatura peninsular correspondiera a un rey o a un Iniesta. La dimensión global del expresident debe más a sus perseguidores que a los méritos propios.

Los golpes de Estado no suelen desembocar en personajes como Quim Torra al frente de las instituciones. Además, para los radicales catalanes constituye una bendición que se les atribuya un poder desestabilizador de la dimensión de un putsch militar. El entonces juez Baltasar Garzón desmontó un comando de ETA que presumía de haber tenido a Juan Carlos de Borbón en el punto de mira telescópica de su rifle. La inminencia de un atentado no tan evidente satisfacía al magistrado instructor pero también a los terroristas, que podían jactarse de haber colocado al

monarca en su diana. También aquí, se dañaba la imagen de un país donde el magnicidio era una hipótesis de trabajo.

Los casos más estrambóticos de asignación de un golpe de Estado catalán corresponden a quienes ni siquiera reconocen el golpismo del 18 de julio, y que también tienen problemas de astigmatismo con el 23F. Los países tienden a minimizar las heridas de muerte que ha sufrido su estructura, por tratarse de atentados internos que infaman a los autores y desprestigian a las víctimas. Así ocurrió de nuevo en la nada gloriosa sublevación del Alzamiento. Respecto a las disquisici0nes bizantinas sobre la violencia, el general Mola sí que preparaba su levantamiento contra el poder legítimo bajo el mandato específico de que “la acción ha de ser en extremo violenta”.

Si el día del golpe de Estado se fija en el 1O, o en cualquiera de las jornadas circundantes, no se suprimió por esas fechas ni un vuelo ni un telediario. El taxonomista Curzio Malaparte hubiera desaprobado la catalogación. La distorsión de los dolientes que se creen víctimas de un extraño golpe periférico que precisamente desdeñaba la capital estatal, ha tenido que recurrir a denominaciones tan creativas como El golpe posmoderno, por citar uno de los ensayos más celebrados en torno a la crisis catalana. El cajón de sastre de la postmodernidad se ajusta a los patrones más dispersos, aunque cuesta encajar la volatilidad de dicho movimiento con el racial “a por ellos”.

Ahora mismo, los países europeos hurtan en cuanto pueden los atentados yihadistas, que disfrazan de sucesos corrientes para evitar la vergüenza de Estados desbordados desde dentro. En cambio, en España se procede a una curiosa inversión del orgullo, para engrandecer el supuesto golpe en Cataluña. La nomenclatura errónea no solo acentúa la humillación subyacente, también conlleva un agrandamiento de las limitadas intenciones y posibilidades de quienes todavía prefieren ser independentistas a independientes, pese a los esfuerzos de Rajoy para situarlos al otro lado de la frontera. Los partidarios de expulsar a Cataluña de Europa, ahora denigran a la misma Europa porque no les

otorga las detenciones en los términos victoriosos que exigen. Es decir, condenan a los desobedientes a ser europeos. Se les cede terreno, mala táctica en el otro balompié.

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