«Habrá palabras nuevas para la nueva historia

y es preciso encontrarlas antes de que sea tarde»

( Ángel González )

Nunca ha habido tantas encuestas electorales, nunca han errado tanto en momentos decisivos, nunca han merecido menos crédito. Eso no significa que no se puedan encontrar algunos patrones de verosimilitud? comprensibles a posteriori. Todo esto se debe a varias causas: 1) La política, en la misma medida en que es denostada, se convierte en producto de consumo instantáneo, frivolizado en programas y en redes que copian formatos propios de la prensa rosa o que destacan lo anecdótico para elevarlo a categoría. Las encuestas se vuelven parte de ese mercado, para satisfacer y alimentar la pulsión de novedad de una ciudadanía sometida a tensiones que incrementan la crispación y rechazan un pensamiento perdurable. 2) Buena parte de lo medido es el acontecimiento, el impacto de lo recién llegado sobre el conjunto del mercado electoral; de esta manera, como nunca, el efecto de los estudios sólo puede reforzar lo distinto, el polo imprescindible de comparación con cualquier otra cosa. Lo nuevo no constituye necesariamente un proyecto, pero anula la virtualidad de proyectos que formulen otras fuerzas. 3) Este incremento del conocimiento coherente con una menor capacidad predictiva, es característica de nuestro tiempo y una seria advertencia sobre las grietas del proyecto ilustrado. Debería ser algo que preocupara a analistas y políticos, pues de ello se deriva la sensación de que toda promesa puede acabar convirtiéndose en una mentira adelantada.

Por eso tenemos la sensación de encontrarnos en una montaña rusa dentro de una batidora. Sin embargo los que nos ocupamos de estos asuntos no tenemos el derecho a ignorar las circunstancias ni dejarnos vencer por el vértigo. Para ello hay que tratar de mirar la realidad con cierta perspectiva, escapando de la tormenta perfecta cotidiana. Sugiero tres reflexiones:

1.- Lo que aquí -en España, en la CV- ocurre no es muy distinto de fenómenos de ámbito europeo y hasta mundial. No hay nada racial en algunos comportamientos electorales, aunque las líneas de fractura se organicen a partir de asuntos distintos de los de otros lugares y se vivan atendiendo a peculiaridades de nuestra cultura política históricamente construida. Y, entre ellas, la ignorancia de lo internacional, el desapego por la política europea, la ausencia de debate público sobre los superefectos de la globalización. La crisis catalana puede ser determinante, pero los alineamientos por razones identitarias, que echan sombra sobre cuestiones sociales, son una constante tan preocupante como creciente.

2.- El bienaventurado final del bipartidismo ha evolucionado a la constitución de bloques de facto. Eso no significa que los bloques de afinidad ideológica sean frentes, pues ni existe articulación ni coincidencia clara en los objetivos. Estos bloques vienen a ofrecer al electorado la posibilidad de afinar sus preferencias, evitando que la crisis del sistema se incremente: lo que percibimos como ruido y confusión es asentamiento de placas tectónicas: el panorama sería más negativo si la desesperanza empujara a niveles altísimos de abstención o al conflicto callejero como vía de escape de las frustraciones. La indignación no siempre es progresista. Otro problema es que no todas las piezas del puzzle sean capaces de entender que entre las demandas razonables de la ciudadanía está la estabilidad del buen gobierno, que la política es acercamiento paulatino a ideales, a través de conflicto y acuerdo, y no intento de realización inmediata de fines últimos. En este esquema no sólo ubico a aquellos que consideran que la rebelión es siempre buena, sino a los oportunistas más descarnados que tienen por ideal magnífico ser ellos los que manden.

3.- Esta fragmentación se gesta en los fenómenos de la globalización apuntados, y en los efectos de la crisis de 2008 y la inmensa destrucción de confianza que provocó. Y lo que es más significativo: en la forma de salida de esa crisis. Una salida que esparce amargura porque se está basando en el incremento de la desigualdad, con epifenómenos como las dudas sobre el futuro del trabajo, la efervescencia de la economía del emprendimiento antes que en proyectos colectivos sólidos, la destrucción de buena parte de las clases medias, el hundimiento de grupos muy numerosos de personas, el inquietante horizonte del cambio climático, la persistencia de la brecha de género. En este esquema la desconfianza no dejará de crecer, ayudada por la persistencia de la corrupción en la derecha. En ese horizonte contar con una identidad clara es un valor de autoestima nada despreciable: no es que sea irracional, es que apunta a una racionalidad instrumental alternativa de la que la Historia tiene abundante noticia. Atacar esos abusos identitarios sin atender a las causas profundas es una tarea que conduce a la melancolía.

Si tú me dices VOX, lo dejo todo

Durante semanas cundió la especie de que no había que hablar de Vox porque si se hacía se ampliaba su espacio. Creo que una cosa es no retransmitir sus ideas y otra dejarlos tranquilamente en la clandestinidad, lo que favorece su hálito misterioso de primicia y alienta su credibilidad entre las tramas de la normalidad, tan felices de poder contar chistes tabernarios, recuperando una parte del espacio público. Crecerá lo que tenga que crecer y no está demasiado en la mano de la izquierda impedirlo a corto plazo. Lo importante es entender que el bloque de la derecha ha entrado en pánico con la irrupción de esta Armada Invencible, sin traer cuentas de cómo acabó aquella a poco que los truenos ayudaron a su errático rumbo. Nada más patético que los mensajes del PP anunciando que arrasarán, porque en las cuentas que hacen es un factor imprescindible? su propia derrota, la bajada brutal de sus votos. El problema no es que Casado se esté revelando como espantapájaros de cualquier consenso o razonable diálogo, ni que deje viudo al centro político. El problema es que se está erigiendo en un representante de la nada ideológica, de tal manera que difícilmente puede liderar el bloque de la derecha de manera perdurable: es incapaz de enunciar una propuesta nacional que advierta los cambios europeos y que pueda ser identificada con el liberalismo o cualquier corriente que no sea la del más descarnado conservadurismo reaccionario. El recorrido de eso es tan breve que es posible que entre en Gobiernos pero difícilmente se advertirá una huella propia. (¿Podrá seguir contando con la Iglesia Católica como gran comodín ideológico?)

Por su parte Ciudadanos es el partido que está en mejor disposición de disputar votos con Vox, esto es, de girar más apresuradamente hacia la extrema derecha. El PP aún tiene arraigos locales que quizá moderen algunos excesos. Ciudadanos no: su cultura política se basa en explotar su liderazgo en Catalunya -esto es: en la confrontación, por justa que a muchos les parezca- y en un oportunismo fraguado en la explotación sistemática y abusiva de los titulares de prensa. Tiempo al tiempo, pero el rigor oportunista que caracteriza a sus cuadros les llevará, en nombre del liberalismo, a defender medidas iliberales. En el único nombre de España se quedarán con la marca de los más eficaces atacantes de la diversidad y de las medidas sociales. Como en el pasado Podemos, intuyen que, o ganan a la primera, o ya no ganarán. Y si no ganan no tendrán más vía que presionar al PP disputando con Vox el siguiente asalto.

Conclusión: el radicalismo global está en las derechas. Su apelación a la escisión entre «constitucionalistas» y «anticonstitucionalistas» no sólo es inmoral sino incongruente y falso. Según el Tribunal Constitucional, quien critica la Constitución está también amparado por ella, por lo que es inconstitucional ese redundante ataque al disidente a base de hacer juicios de intenciones. Pero sobre todo deberán entender que una cosa es defender reformas constitucionales, tan necesarias, y otra coincidir, hasta pactar gobiernos, con fuerzas que patrocinan valores necesariamente incompatibles con cualquier Constitución democrática. No deja de ser paradigmático que en su discurso, crecientemente coordinado, hayan acudido al arsenal de la historia para hablar de la izquierda como «Frente Popular». Los jóvenes no tienen ni idea de qué eso sea algo peyorativo. Y a los que sabemos de qué van lo que nos da miedo no es ese improbable Frente, sino el mensaje implícito de que, para frenarle, la derecha provocó una Guerra Civil. Ya sé que no es eso lo que quieren decir. Lo que pasa es que no dan para más. Y eso también es malo.

Las izquierdas expectantes

Las izquierdas están sufriendo, en Europa, el proceso de erosión al que antes aludí de manera especialmente grave, porque la crisis del relato de la renovación de las democracias y, a la vez, de la economía, afecta a algunos de los principios sobre los que, en otras épocas, construyó su presencia e, incluso, su hegemonía. No es casualidad que muchas de sus propuestas deban consistir, si quiere ser coherente con sus principios, en defender materias ganadas hace décadas y ahora puestas en duda por el neoliberalismo; así, el sistema público de pensiones, unas relaciones laborales basadas en la concertación social compatible con una protección equitativa de los trabajadores o, en fin, la supremacía de lo público en la prestación de los servicios que aseguran la sostenibilidad del Estado. La izquierda vive una auténtica revolución, que ganará sólo si acierta a enlazar tres factores:

1) Hacer un relato positivo de la globalización en el que, sin embargo, quepa la crítica solidaria. 2) Otorgar una centralidad acusada a la lucha contra el cambio climático. 3) Integrar la gobernabilidad como un valor de su ideario, porque sólo con un buen gobierno transparente se asegura la recuperación de la confianza en políticas que ayuden a los más vulnerables. E imaginar progresivamente esa gobernabilidad como una articulación entre lo normativo y la formulación de alianzas con la sociedad civil. (Todo esto, por cierto, ha sido conseguido en diversa medida por el Botànic).

En el nuevo esquema de bloques la izquierda tiene la ventaja en la CV, de haber convertido en práctica eficiente esa realidad, maximizando los beneficios de la diversidad, pese a todas las dificultades: los conflictos internos en el Botànic han sido menores que los existentes estos años en el interior de los grandes partidos en España. Existe, sin embargo, un peligro: una cosa es la pluralidad que convoca un mayor número de sensibilidades, y otra encontrar un placer masoquista en promover la fragmentación de los relatos hasta la atomización incomprensible, alimentándolos con el abuso de lo políticamente correcto. Este es un problema actual de la izquierda: el elogio de lo diverso puede llevar a enfrentarle con la columna vertebral del legado de la Ilustración, de la que se reclama heredera: la construcción de una ciudadanía global identificada por ser una comunidad de derechos y deberes. Ese discurso debe completarse con el del feminismo, pues el presupuesto ilustrado dejaba fuera a la mitad de la población. Pero más allá de ello hay que defender la igualdad de derechos para todo tipo de colectivos socialmente fragilizados, pero no convertir el discurso político en un mero agregado de segmentos: o se recupera un hilo central para el proyecto progresista o es inevitable que la política gire a las guerras de identidades, y en ese mercado ganan las más fuertes: la que tengan más apoyo económico o/y el respaldo de los aparatos del Estado. Poca broma con esto: la izquierda, ahora, no puede permitirse jugar la estética de lo trivial.

Este peligro grave debe ser contrarrestado con la convergencia en una cultura de perfil común basado en: 1) La aversión a la gran corrupción protagonizada sobre todo por el PP. (El PP valenciano, con el apoyo de Casado, reivindica a todos sus Presidentes, incluyendo a los que rigieron las etapas más siniestras de corrupción. Más grave es que no han sido capaces de enunciar ni una sola novedad significativa respecto de sus políticas antañonas. Y fueron esas las que condujeron a la capilaridad de la corrupción. Eso sí: en cuanto pueden aluden a la necesidad de desmantelar o reducir los mecanismos del Botànic de transparencia y prevención de la corrupción). 2) La necesidad de resituar al diálogo -en diversas materias- como un instrumento de convivencia al que no puede renunciarse en una democracia vigorosa. 3) La ampliación de alianzas sociales frente al reduccionismo que pregona la derecha: a ésta le puede ser rentable a corto plazo la apelación a un españolismo basado en el ataque a españoles y españolas, pero eso no impedirá la agudización de conflictos sociales, lo que contrasta con el bajo nivel de conflictividad vivido bajo gobiernos de progreso. 4) El discurso del cambio sigue siendo patrimonio de la izquierda: el de la derecha es reacción -revertir reformas- o, todo lo más, predicar la pasividad ante los problemas complejos. Que se apropiaran del discurso del cambio en Andalucía obedece a una situación muy particular. 5) La izquierda ha aprendido a gestionar mejor que la derecha infinidad de campos, porque la derecha, sencillamente, no tiene especial interés en gestionar mejor en las materias más próximas a la dignidad cotidiana de la vida humana. (Vuelvo a sugerir que todo este esquema se puede aplicar al Botànic).

Que nadie vea en esto un lanzar campanas al vuelo ni un estúpido manifiesto de optimismo. Nada más alejado de mis intenciones. Las espadas están en alto. En este vertiginoso tiempo es muy fácil darse tiros en los propios pies. Lo que sí que digo es que nadie tiene derecho a dar por acabada a la izquierda, como mal hará la izquierda en dar por muerta a la derecha, basándose en su bajo nivel intelectual o en la obscenidad de sus representaciones y metáforas. Y digo que hay sobradas razones para emplear antes la inteligencia que la testosterona o un relamido sentido de la autoestima ética para movilizar ante los peligros de involución. Motivos que no pasan por agitar el miedo. Y digo que dirán que qué voy a decir yo, un rojo, como vuelven a decirnos: pues eso, que por serlo tantos años sé lo que me digo y que si algunos así como yo no alzamos la voz nadie lo hará. Y que si hubiera un demócrata derechista dispuesto a razonar y debatir tanto mejor para todos. Le espero.