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Toni Cabot

Pedro no pudo ver a Mario

El presidente del Gobierno no alcanzó a cumplir su deseo de conocer a Kempes pese a coincidir en Alicante

Un hombre bien vestido, con rasurada barba blanca y una sonrisa en el rostro se adentra a primera hora de la mañana en el patio de la entrada principal del estadio Rico Pérez. Da educadamente los buenos días y espera en un rincón mirando un cielo que amenaza gris. Minutos después hace acto de presencia Mario Alberto Kempes junto a su esposa, Julia, y dos acompañantes a bordo de un BMW blanco, momento en el que el paciente y educado caballero rompe su quietud para acudir al encuentro. Un saludo de rigor, sonrisas complacientes, una breve conversación y una despedida afectuosa.

-¿Admiradores impacientes?, dejo caer a modo de bienvenida al recibir a los Kempes.

-«No, era un conocido cercano al Gobierno que, además de saludarnos, vino para trasladarnos el interés del presidente Pedro Sánchez en poder saludar a Mario tras enterarse de que ambos coincidían hoy en Alicante. Desgraciadamente, no podrá ser. Tenemos que volver a Valencia cuando acabe el acto en el estadio», me aclara Julia.

Así que no pudo ser, Pedro y Mario no se pudieron saludar, por lo que, pese a su evidente interés, el dirigente socialista se perdió, a escasos tres kilómetros de distancia -los que separan el Rico Pérez del Paraninfo de la Universidad de Alicante- la oportunidad de conocer a una verdadera leyenda de carne y hueso, un ser excepcional al que le bastaron doce meses, dos medias temporadas, para ganarse el respeto y cariño de una ciudad que, ayer quedó corroborado, le sigue idolatrando treinta y cinco años después de su breve paso.

De cuando en cuando sabe a gloria echar la vista atrás para recrearse en los que dejaron huella. La miga aparece cuando se repara seguidamente en el presente. Se lo escuché esta misma semana en Alicante a Alfonso Guerra, durante una cena con impagable tertulia:

«¿Diferencias entre el nivel del político de antes y el de ahora? Yo aconsejo escribir en horizontal los nombres de los políticos del 78 (Suárez, Felipe González, Fraga, Miguel Roca, Carrillo...) y acto seguido, debajo de cada uno de estos, el equivalente de lo que tenemos hoy en el Parlamento». Queda respondida la pregunta.

Tal apunte me pareció tan esclarecedor que ayer insistí en aplicar el 'método Guerra' al ver sobre el césped del Rico Pérez junto a Mario Alberto Kempes a parte del batallón herculano del 85: Espinosa, Rastrojo, Cartagena, Latorre, Reces... Reparo rápido en que aquello era Primera División y, por lo tanto, también queda respondida la pregunta.

Tocaba, con todo, disfrutar del momento, de rememorar imágenes que quedaron como estampas inmortales grabadas en la memoria de los buenos aficionados. En casi cien años de historia, el Hércules ha tenido algún que otro pico de éxito. Pocos, pero alguno. Y entre esos cortos espacios de felicidad, los supervivientes de las contadas épocas felices nos recreamos en la dorada década de los setenta -aquella de Giuliano, Saccardi, Kustudic, Charles y compañía- o en el corto reinado de Kempes por aquel 'Camelot' del 85. En este último efímero paraíso quedó para siempre una imagen que, confieso, de cuando en cuando recupero y dejo correr por la pantalla del teléfono móvil en el desesperado intento de olvidar miserias deportivas actuales: El gol olímpico en aquel inolvidable Hércules-Atlético de Madrid un 4 de septiembre de 1985. Ahí aparece Mario Alberto, el campeón del mundo, con melena bien cuidada y el 10 a la espalda de la casi centenaria casaca blanquiazul, acariciando con la zurda una pelota con etiqueta inmortal, la misma que, desafiante, emprende vuelo hacia al cielo, dibuja parábola y desciende para anidar en la escuadra de la portería defendida por su desnortado compatriota «Pato» Fillol, quien, desesperado, no le quedó otra que llorar la afrenta:

-«Tenías que hacerme esto precisamente a mí».

Fue, es y será, al menos para quien esto escribe, el gol de los goles, la diana eterna, la que sigue emocionando hasta el éxtasis a los que nos hemos acostumbrado a sonreír muy de vez en cuando. Así que treinta y cinco años después, escribo el nombre de Kempes en horizontal y no acierto a encontrar equivalente que poner al lado.

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