Hace unas semanas -el 15 de marzo-, la ciudad neozelandesa de Christchurch fue portada por una terrible masacre. Un terrorista disparó a musulmanes rezando en una mezquita y retransmitió la matanza en Facebook. El balance fue de 50 muertes a manos de un asesino supremacista de raza blanca. Los terroristas son asesinos y no representan a nadie más que a su propio odio. Se sucedieron las muestras de solidaridad con la comunidad musulmana siendo la más relevante la de la primera ministra, Jacinta Ardem, que asistió a una plegaria en una mezquita con un velo. Le siguieron otras mujeres, periodistas, chicas anónimas, que se hicieron fotos con un velo y las subían a las redes sociales con la etiqueta #headscarfforharmony (velo por armonía). El comportamiento de la mandataria fue ampliamente alabado como un signo inusual de empatía, de ejemplaridad y de valentía. Claro que fue valiente su decisión de prohibir, al día siguiente, la venta de armas en su país, y sorprende gratamente cuando encontramos a políticos -¡incluso en nuestro país!- que argumentan y justifican sin rubor la tenencia de armas. Sin embargo, el gesto, no exento de complejidad, ha suscitado reflexiones que me gustaría traer aquí.
¿Era el velo el mejor símbolo para mostrar la solidaridad con el pueblo musulmán? «Del vasto abanico de elementos que configuran la religión musulmana, no había nada que rescatar, tal vez un versículo o un poema que apelara a la no violencia», se pregunta Najat El Hachmi. La escritora feminista bengalí, Talisma Nasreen, perseguida por el fundamentalismo islámico, opina que «existen otras vías para empatizar con las víctimas y protestar contra los actos terroristas. Llevar un símbolo de opresión no es una buena idea». La elección de llevar hiyab es compleja porque «compleja» es la relación que las mujeres mantienen con él en contextos musulmanes. «Es más fácil elegir llevarlo que elegir quitárselo», afirma la periodista egipcia Mona Eltahawy, quien tardó ocho años hasta tomar la decisión de dejar su pelo al aire. Puede suscitar perplejidad que la solidaridad con un colectivo se demuestre con una prenda que «marca» a las mujeres en países, culturas o comunidades que se rigen por el islam y, a menudo, las relega a un estatus de inferioridad, véase en Irán, Afganistán o Arabia Saudí. En Irán, las mujeres son perseguidas y condenadas por rechazar el hiyab. El ejemplo más espeluznante es el de la abogada y activista, Nasrine Sotoudeh, encarcelada por defender los derechos de las mujeres y su rechazo al velo. Hace unos días se daba a conocer la condena: 3 años de cárcel y 148 latigazos; dicen que se trata de un castigo ejemplarizante. La indignación de la comunidad internacional no se ha hecho esperar y Amnistía Internacional ha iniciado una campaña de recogida de apoyos y firmas exigiendo su liberación y la nulidad de la sentencia. Esto explica la rabia de la escritora y periodista iraní Alinejad Masih, exiliada en EE UU, cuando acusa a las mujeres occidentales que exigen igualdad en sus países y traicionan a las iraníes acatando un símbolo cultural que es un insulto para las mujeres. ¡Cómo ignorar esta persecución cuando vemos la foto de la primera ministra en las portadas de los diarios internacionales!
Mostrar nuestra solidaridad con la comunidad musulmana con una prenda que cosifica a las mujeres es arriesgado y pudiera resultar contraproducente: «Las mujeres no somos ni lo que llevamos en la cabeza ni lo que tenemos entre las piernas», incide de nuevo Mona Eltahawy que estuvo en Valencia esta semana para presentar su libro en español: El himen y el hiyab. Por qué el mundo árabe necesita una revolución sexual. Demasiadas veces, el velo se convierte en sinónimo de la mujer musulmana, ocultando la diversidad y la pluralidad de las mujeres nacidas o que viven en «tierras musulmanas». Porque esta prenda también molesta a los musulmanes -mujeres y hombres- que intentan disociar la relación íntima e individual que la persona establece con la religión, del islamismo político y molesta a quienes son perseguidos por apostasía y luchan por la libertad de creer o no creer.
La primera ministra ha sido valiente prohibiendo la venta de armas en su país al día siguiente del atentado terrorista, pero su gesto, aunque bienintencionado, ha resultado algo naíf. La verdadera solidaridad es luchar contra una islamofobia creciente en Occidente que es alentada por los partidos de extrema derecha y por políticos como Trump y sus secuaces en Europa. No se lucha contra ella poniéndose el hiyab un día, sino todos los días con mensajes políticos y con buenas políticas de integración. ¿Ha sido valiente? La valentía es también que cualquier mujer occidental (política, deportista, actriz) que visite países en los que el hiyab es una imposición, se niegue a llevarlo como muestra de solidaridad con las perseguidas, con las encarceladas y con las que castigan con palos porque no lo reconocen como un signo cultural que las representa. Mientras una sola mujer sea perseguida en algún lugar del mundo por negarse a llevar el hiyab, me resisto a reconocerlo como un símbolo de solidaridad.