En la actualidad hemos pasado de ver el jarrón que habíamos elegido para nuestra casa, incorporado en una relación de objetos más o menos prácticos que poníamos a disposición de nuestros invitados para la boda, o los tres inevitables pesos de baños o los cuatro innecesarios molinillos de café o los cinco o seis ceniceros que no utilizamos con uña de plata, que nos llegaban por diferentes conductos como regalos por un enlace matrimonial. Decía hemos pasado de ver, ya que ahora los dejamos de percibir, tras hacer el oportuno ingreso en una cuenta bancaria, o bien el regalo elegido en la lista de boda transformado en su equivalente en dinero. Lo cierto, es que todo ha cambiado, pero no sé si a mejor o a peor.

Echando mano del «Diccionario de Autoridades», vemos definida como boda la celebración del matrimonio (sin querer entrar en el significado de esto último, hoy en día trastocado en su utilización etimológica). Y todo ello, nos hace llegar a otras consideraciones como «de boda en boda» que cotidianamente venía a interpretarse como manifestación de la vida de los ociosos.

Pero, de bodas, lista de boda, de matrimonio y de la forma de ajustar el contrato o acuerdo entre partes, tenemos muchos casos entre los protocolos notariales. Como ejemplo, dirijamos nuestra mirada al 18 de marzo de 1751, en que el escribano Bautista Alemán, daba fe de las cartas matrimoniales entre Pasqual Aniorte y Josepha Portugués, residentes en el campo de Torremendo, que habían contraído nupcias cuatro meses antes. En el acto notarial estaban presentes, por un lado Miguel Portugués y Ana Sánchez, padres de Josepha, y por otra Ginés Aniorte, viudo y padre de Pasqual, para dejar constancia de lo que le habían entregado en su momento a sus hijos «para la ayuda a las cargas».

Así, se presentaba por ambas partes una amplia lista de bienes muebles o en metálico, con lo cual la lista de bodas había evitado a los invitados, si es que los hubo, el tener que acudir a una tienda a mercar el regalo.

De esta manera quedaba bien claro, lo que cada uno había aportado al matrimonio que, debidamente valorado, suponía por parte del marido la cantidad de 847 reales y de la esposa, como dote, 428 reales. Prácticamente, la contribución de ésta, era ropa personal y enseres domésticos. Así, encontramos entre la primera: un guardapiés de «calamanco» o de lana peinada vidriada; una mantilla de bayeta; dos armillas o chalecos; un armador o jubón de princesa; dos delantales. Dentro de lo que actualmente entenderíamos como ajuar de novia, la que nos ocupa, llevó al matrimonio las siguientes piezas: cuatro sábanas, un cobertor de lana, una delantera de cama, dos pares de manteles y media docena de servilletas. Así como: un «cozio», un cedazo, una caldera, una sartén, platos y ollas, un par de hierros para la lumbre, una tinaja para el agua, dos colchones, dos almohadas con sus fundas y un «axuar» de madera nueva que, interpretamos que fuera un arcón o armario, valorado en 115 reales.

Por parte, de Pasqual, éste aportó al matrimonio dos capas, tres chupas de paño, tres calzones (uno de paño y dos de estameña nuevos), una montera de felpa, una correa y dos hebillas de plata, un par de medias de hilo, un par de alpargatas y medias de lana. Además de catorce varas de tela (aproximadamente doce metros y medio), tres cahices de cebada y medio caíz de trigo. Y, para ganar el pan con el sudor de la frente: un legón nuevo y una azada. En metálico, 173 reales y medio que le pertenecían por herencia de sus abuelos Pedro Vegara y Juana Murzia y 220 reales a cuenta de la legítima de su difunta madre.

Así, se evitaron los invitados de recurrir a la lista de boda, ya que se les dio todo hecho.

A la hora de rubricar los padres las cartas de pago, aunque aparentemente eran acomodados, no sabían ni leer ni escribir, teniendo que hacerlo los testigos en su nombre.