Hace años, cuando mis hijos eran pequeños y me preguntaban a qué me dedicaba, yo no tenía claro si todavía era periodista o ya era únicamente directivo de una institución. No vi la respuesta obvia: era «Solucionador». El oficio consistía en desfacer entuertos, atemperar tempestades y resolver conflictos. O, en general, cualquier cuadro febril en el que tu presidente te decía «soluciónalo» y tú ya te buscabas las mañas. Unas veces con aplicar mano izquierda y gestión adecuada de los egos ajenos bastaba y en otras había que recurrir a sutiles -o no tan sutiles- advertencias, amenazas o sobornos suaves disfrazados de oferta que no podrás rechazar.

El cómo nunca importaba y el éxito estaba recogido en el sueldo, por lo que no se esperaba -ni recibía- ninguna palmadita en la espalda y pocas referencias públicas por no decir ninguna. Era lo esperable y lo predecible, y si no, ya podías acudir a los «headhunters» para que te buscasen un nuevo empleo. Este noble oficio tiene dos antagonistas: el «conseguidor» y el «liquidador», ambos en la barrera delicuescente entre «el fin justifica los medios» y el «haremos que parezca un accidente». Si consigues evitar deslizarte hacia cualquiera de los extremos, enhorabuena, pero intenta no sólo tenerlo claro tú, sino que estén en la misma onda los demás para evitar «madremías».

En la Administración, en las instituciones e incluso en las empresas de cierto volumen solía medrar el «conseguidor», un tipo simpático que debería ser capaz de llevar a sus jefes un helado sin derretir en medio del desierto del Sahara o, ya puestos, comprar la impunidad de fulanito, evitar que salgan publicados los desafueros de menganito o celebrar el cumple de zutanito con alarde de señoritas de compañía. «Conseguidor» prototípico era «El Bigotes», caracterizado, como todos los de su gremio, por ser los números uno en vender humo y alardear de obtener por mecanismos ocultos -y sólo por ellos conocidos- recursos imposibles para los seres corrientes y molientes.

Por supuesto en la mayoría de las ocasiones suele ser falso lo que logran pero, como maestros en el arte de venderse a sí mismo y a sus contactos, suelen sacar rédito de incautos. No sé si han leído Nuestro Hombre en La Habana de Le Carré sobre el arte de la invención en el espionaje y cómo a partir de los planos de una aspiradora se puede convencer a los pardillos de que son bombas nucleares y tejer una reputación de avezado informador.

El «liquidador» es un ejecutor, asesino a sueldo que hace desaparecer los problemas, disueltos en ácido sulfúrico si es menester. Es el S Lobo de «Pulp Fiction» que efectivamente soluciona problemas, así se presenta, pero claro, sus contratadores suelen ir al trullo porque no siempre la policía es tonta y hace la vista gorda.

Solucionar es otra cosa, que no les engañen. La prueba del nueve es que te digan que no hay ningún problema en hacer esto o lo otro porque ellos conocen a quien está al mando y come en su mano. Si les responden eso, duden por sistema. Resolver conflictos me parece una forma muy adecuada de pasar por la vida, y aunque no tengo claro si no es tirar piedras contra el tejado o revelación de secretos de la faena, les diré que con un poco de talento aplicado a las relaciones humanas se consiguen grandes resultados, hasta hacer que las aguas vuelvan a su cauce incluso desde puntos de partida muy divergentes.

El peor panorama de los que nos dedicamos -o nos dedicábamos- a esto es tener la sensación de que el asunto se va a ir de las manos o estallaría en público. Contra eso, en este oficio de urdidor de acuerdos, hay un lema: nunca te metas en una reunión con muchos si no tienes pactado todo de antemano con pocos.

Las sorpresas son buenas en los espectáculos del Mago Tamarit, pero no en consejos de administración o conciliábulos similares. Si entras sin pacto previo habrá que lidiar en público con la testosterona de los machos alfa o con los egos, que esos ya son consustanciales a los seres humanos y no distinguen entre machos y hembras.

En realidad, en esto se aprende observando; ¿cuál es la reunión humana con más siglos de experiencia y mejor gestión de acontecimientos, pactos, fintas y estocadas? Lo han adivinado: el Cónclave para elegir Papa. En su caso tienen la ventaja de la intermediación del Espíritu Santo y los laicos tenemos que hacer lo mismo sin batir de alas ni apariciones truculentas, pero las herramientas son las mismas: gritos y susurros, como en la película de Bergman.

Lo cual me conduce a la madre del cordero que es la oveja: ¿cómo es posible que con tantos solucionadores como deberían tener los partidos políticos no consigan llegar a acuerdos de gobierno? Caben dos posibilidades: o no tienen solucionadores de talento como sería de esperar o los dirigentes son más burros que Platero. En cualquiera de los dos casos es culpa del que manda que es quien contrata sus herramientas y si en vez de una llave inglesa de una fábrica de Guipúzcoa compra una china ya sabe para lo que le servirá y cuánto le va a durar. Y ya, si se deja arrastrar por los cantos de sirenas de conseguidores o liquidadores tenga por seguro que sus días en la Administración, institución o empresa serán muy cortos (o sus años de condena muy largos).