Hace solo 25 años, la Comunitat Valenciana era el escenario de una catástrofe de grandes proporciones. En poco más de una semana, cinco grandes incendios dejaban un saldo trágico de 11 muertos y más de 40.000 hectáreas de monte calcinadas, entre las que destacaba la destrucción del 60% de la superficie de un área de gran valor natural como es la Sierra de Mariola. A los que lo vivimos en primera fila, aquel terrible verano de 1994 nos dejó una sensación de desastre organizativo, de chapuza general y de dolorosa impotencia. Mientras contemplábamos estupefactos aquel despliegue de tercermundismo institucional, llegamos a una conclusión de la que no nos hemos movido en el último cuarto de siglo: los fuegos forestales se apagan con dinero; es decir, con inversiones públicas abundantes aplicadas sobre los sistemas de prevención y de extinción.

Vivimos en una tierra dura de montes resecos en la que el fuego forma parte del paisaje como un elemento más. La climatología y la geografía nos han condenado a convivir con esta amenaza permanente. Cualquier tarde de verano, en medio del bochorno y del viento sahariano, en el horizonte puede surgir una columna de humo negro que nos advierte de la inminencia de un desastre que se puede llevar por delante un buen pedazo de nuestro patrimonio natural. Por desgracia para todos nosotros, no hay ninguna fórmula mágica que nos salve de esta pesadilla. Vengan de la mano malintencionada del hombre, de algún descuido involuntario o de causas naturales, los incendios estarán siempre ahí para poner a prueba la capacidad de respuesta de nuestras instituciones públicas.

La evidencia de que este problema seguirá por los siglos de los siglos choca frontalmente con la existencia de una clase política instalada en el corto plazo y en la necesidad de sacarle rentabilidad promocional inmediata a todo tipo de inversiones públicas. Hay una irrefrenable tendencia a racanear el dinero destinado a planes de prevención y a medios de extinción; es ésta una de las primeras partidas en sufrir recortes cuando llegan las crisis económicas. En el estilo político actual siempre puntuará más una fotografía de la inauguración de un puente o de una carretera, que un dineral invertido en la contratación de brigadistas o de gente dedicada a la limpieza de los montes.

La aplicación de esta doctrina suicida nos ha traído otra tradición estrictamente valenciana. Después de cada incendio forestal importante, las páginas de los periódicos se llenan durante varios días con un interminable memorial de agravios, en el que diferentes colectivos profesionales denuncian falta de personal, carencias graves en materia de medios de extinción, planes antincendios que no se han desarrollado o proyectos de regeneración de montes que duermen el sueño de los justos desde hace décadas. Las vergüenzas de un sistema que tiene importantes lagunas aparecen expuestas al público durante un breve periodo de tiempo y, después, se esfuman de la actualidad a la espera de que se produzca un nuevo drama ecológico y de que los políticos de turno vuelvan a prometer cosas que no van a cumplir. El partido del Gobierno y el de la oposición han convertido el debate sobre los siniestros forestales en un clásico de nuestra dinámica parlamentaria, echándose a la cara los errores y las incompetencias en una discusión eterna en la que los papeles son perfectamente intercambiables según hayan soplado los vientos electorales.

La Historia nos demuestra que en este terreno no hay milagros y que confiar en la buena suerte es una irresponsabilidad que acabará llevándonos a la catástrofe más tarde o más temprano. La única forma de acotar en lo posible las repercusiones de este problema endémico consiste en abordarlo como lo que realmente es: un tema de Estado, cuyo tratamiento tendría que estar al margen de las fluctuaciones presupuestarias y que debería mantenerse convenientemente alejado de las miserias del debate político. Mientras no se produzca este cambio de mentalidad entre nuestras autoridades, los habitantes de este rincón del Mediterráneo seguiremos atenazados por un incontrolable sentimiento de miedo y de desamparo cada vez que el fuego haga su aparición por algún olvidado rincón de la sierra.