Es muy difícil formarse un punto de vista realmente personal sobre la política de un país sin leer y considerar despacio su historia, la reciente y la no tanto. En el camino para conseguirlo hay que sortear algunas dificultades, pero ninguna más insidiosa que el punto de vista tendencioso de los historiadores, sobre todo si uno mismo coincide con la dirección de sus querencias ideológicas. Leer solo o principalmente a los que nos van a decir lo que preferimos es disminuir nuestra perspectiva, y confundir la ilustración del punto de vista con el aprovisionamiento del arsenal contra «los otros».

En nuestro caso, además, sería tanto como persistir en los errores históricos de la política española mediante el estudio de la historia. Eso ocurre cuando la historia se reduce a militancia de la mano de estudiosos incapaces de zafarse del enconamiento de las facciones en disputa. Hay autores y lectores que solo escriben o leen para ahondar la trinchera desde la que se atacan y defienden. Pero cuanto más honda es la trinchera menos amplio es el punto de vista. En cambio, cuanto más expuesta queda la propia posición, más amplia es la panorámica visible.

Ciertamente, no es fácil encontrar autores capaces y empeñados en ponerse a salvo de sus propios prejuicios. Entre los estudiosos abundan los que se parecen a aquellos guardianes nocturnos de los templos («fanum» en latín) que los romanos llamaron «fanaticus». En cualquier caso, para no convertirse uno mismo en un «fan» a base de lecturas de afines, hay que construir la propia ecuanimidad como lector procurando, para empezar, la pluralidad de orientaciones en las lecturas.

Incluso en el peor de los casos, la paciencia necesaria para sobrellevar como lector el discurso ideologizado y previsible de un autor sin altura, nos prepara mediante su sosa e irritante ofuscación para apreciar los argumentos mejor articulados y más capaces del matiz cuando los encontramos.

Luego es necesario discriminar entre lo leído y un buen criterio es desconfiar de quienes son poco capaces de ponerse en el punto de vista ajeno, sin ver en los demás más que intereses aviesos, aunque estos efectivamente existan y, a veces, sean los decisivos. Por el contrario, el autor que conjetura con explicaciones diversas entre las que se cuentan justificaciones razonables o, por lo menos, explicativas de los hechos de unos y de otros, merece la confianza del lector porque se está esforzando por hacer justicia con ecuanimidad.

Por último, es necesario leer asumiendo lo mejor y peor de unos y de otros como propio, como parte de la propia historia y, seguramente, como parte de los errores y hasta horrores de los que uno mismo habría sido autor, al menos potencialmente, si los azares de la vida y de la historia nos hubieran puesto en uno u otro lugar. Sin esa deliberada confusión, los responsables de los males de nuestra historia siempre serán los otros, y todas nuestras lecturas no harán más que «bunquerizar» nuestros prejuicios.

El rendimiento personal de todos esos esfuerzos será, para empezar, no ya una visión histórica equilibrada y medianamente informada, al menos, sino un punto de vista personal sobre la política de nuestro país vista en perspectiva desde nuestro pasado. Además, poder juzgar lo que ocurre en contraste con cómo se han hecho las cosas antes y lo que ha ocurrido a lo largo de nuestra historia, no solo vuelve nuestras opiniones más justificadas, sino que introduce una linealidad histórica que incluye en lo que preferimos la visión de un presente corregido y un futuro mejorado.

Como todo lo anterior requiere tiempo, empeño y al menos una cierta disciplina, se entiende que semejante recorrido y cualificación fuera la que se esperaba de los intelectuales de oficio. Sin embargo, el número y la amplitud de quienes son capaces de ilustrar contrastadamente sus puntos de vista políticos, es una riqueza de la que las sociedades modernas no pueden prescindir, y menos justamente ahora, cuando la exposición mediática en tan intensa y el adoctrinamiento tan feroz.

Hacerse capaz de reconocer en figuras históricas de posiciones contrarias a las propias, la grandeza de haber procurado lo mejor para nuestro país y sus gentes, aunque fuera desde su limitado punto de vista y persiguiendo también sus propios intereses, es la preparación para dejar de ver a los demás como la secuela de un linaje político detestable.

Esa cierta altura ganada deja ver que la consecución de pactos estables sin animadversión o belicosidad contra terceros y que permitan legislaturas operativas, es una dinámica particularmente deseable entre nosotros. Casi toda nuestra historia a lo largo de los dos siglos anteriores está repleta de exclusiones afrentosas entre partidos y líderes enfrentados e incapaces de acordar gobiernos, la mayor parte de ellos inefectivos por inestables y carentes de los apoyos necesarios. Apenas ha habido un régimen político español que no amenazara ruina por enconamiento e inestabilidad.

Que, a falta de tales pactos, el líder de la actual mayoría se beneficiara hoy de lo que no quiso con obtusa cerrazón facilitar a sus contrarios cuando fueron mayoría relativa, no excusa a estos, salvo que justifiquemos la falta de sentido histórico y de la responsabilidad que nos ha caracterizado desde siempre. Es decir, salvo que nos resignemos a no corregir nuestra historia y persistir en lo menos deseable de nuestros hábitos políticos. Ciertamente, que alguien pretenda conseguirlo gratis es simple falta de voluntad para merecer esa cesión.

Con todos sus defectos e inconvenientes, hay que convenir que las virtudes menos frecuentes entre nosotros son las de Cánovas y Sagasta y su sistema de mutuas concesiones que, además de todos los amaños indefendibles que lo sostuvo, precisaba también de políticos capaces de enfrentarse sin detestarse. Y todavía son menos frecuentes las cualidades de Castelar, republicano capaz de discriminar lo positivo de la Restauración y de sus contrincantes políticos.

A la vista de nuestra historia, la moderación generosa entre adversarios debería ser entre nosotros objeto de un férreo prejuicio favorable. Pero casi nada de lo que aquellos hicieron de meritorio puede servir a un país cuya ciudadanía lee poco, y cuando lo hace es casi siempre para municionar sus posiciones.