Es imposible visitar un centro de salud o un hospital sin encontrarse con ellos. Pertenecen a ese peligrosísimo grupo humano formado por personas idiotas que se creen inteligentes. Son esos tipos que amenizan la espera con toda clase de diatribas contra el sistema sanitario, contra la incompetencia de los médicos o contra la mala educación del personal auxiliar. Tienen un inacabable repertorio de anécdotas sobre errores de diagnóstico, sobre medicaciones equivocadas y sobre esperas eternas para una radiografía y lo desgranan ante su público con un relamido tonillo teatral, que oscila entre la superioridad y el victimismo. Para estos odiosos Demóstenes de ambulatorio, cualquier atención que reciban resultará insuficiente: siempre encontrarán una pega para añadir a su abultado memorial de agravios, siempre encontrarán un motivo para salir indignados de la consulta mientras amenazan con todo tipo de denuncias y de represalias legales.

La proliferación de este tipo de personajes es una confirmación palpable de que la sanidad pública española tiene un grave problema de imagen. Aunque nuestro sistema de atención gratuita y universal es uno de los logros más espectaculares de la última etapa democrática y despierta la envidia en todo el mundo, la existencia de estos cenizos y su capacidad para crear una poderosa corriente de opinión es una realidad inexplicable, cuyas causas deberían analizarse en profundidad antes de que este tipo de actitudes se extiendan entre la ciudadanía y de que los daños sean irreparables.

Hemos tenido la suerte de vivir en un país en el que cualquier ciudadano (al margen de su condición social y económica) tiene acceso gratuito a costosos tratamientos médicos con un gasto de miles de euros y con las últimas innovaciones en materia de tecnología sanitaria. A trancas y barrancas, este servicio público ha resistido con cierto decoro los embates de la última crisis económica, así como las diferentes intentonas de desmantelamiento y de privatización. Afortunadamente, estamos muy lejos de la situación vivida en muchos países con rango de potencia internacional, incluidos los Estados Unidos, en los que las personas con escasos recursos económicos no tienen ni la más mínima posibilidad de acceder a las atenciones médicas más básicas y en los que la carencia de un seguro médico privado marca en muchas ocasiones la diferencia entre la vida y la muerte.

Con todas sus miserias cotidianas y con su inevitable ración de desastres organizativos, la sanidad pública española es algo de lo que deberíamos sentirnos todos orgullosos. Los visitantes extranjeros contemplan como un milagro que cualquier español pueda ser sometido a una compleja intervención quirúrgica y pasarse un mes ingresado en un hospital sin tener que hipotecar su casa y sin arrastrar a su familia a la más negra de las ruinas. Mientras tanto, nosotros asumimos la situación con la inconsciente normalidad del que ejerce un derecho adquirido y apenas sí le damos valor a algo que en medio mundo se consideraría como un acontecimiento extraordinario.

La única forma de acabar para siempre con esta tendencia a despreciar y a infravalorar este importante patrimonio social pasa por convencer a la ciudadanía de que la sanidad universal no es un regalo caído del cielo que nos ha sido concedido por los siglos de los siglos; por explicarle a los usuarios que existe un riesgo real y permanente de que este sistema se desmantele para convertir la atención sanitaria en un suculento negocio. El paisaje de la postcrisis está lleno de países desarrollados en los que en nombre de los ajustes económicos se ha provocado este dramático retroceso, que ha dejado a miles de personas fuera de las redes de la atención médica y con el único recurso de la beneficencia.

El asunto se reduce a un planteamiento muy sencillo: si la gente no es capaz de valorar lo que tiene, alguien debería hacerla reflexionar sobre lo que puede perder.