Quedábamos entonces, o sea hace dos semanas, en una última sorpresa al descubrir una obra de Diego Velázquez que representa a «Una anciana cocinando huevos», que se expone en la National Gallery of Scotlan, de Edimburgo. A ella llegábamos tras dejar atrás en Princess St. el soberbio monumento victoriano dedicado a sir Walter Scott. Fue, realmente una sorpresa, ya que nos llevó a recuerdos de nuestra infancia, al revivir la película «Ivanhoe», que nos llenó la cabeza de aventuras de caballeros y torneos.

Pero, como decía, al acceder a la galería pictórica, además de con el cuadro de Velázquez, fue la sorpresa con otras obras españolas de Francisco de Goya («El médico», de 1779); de Bartolomé Esteban Murillo («Joven con una cesta de frutas», de 1660-65); del taller de Ribera («Un filósofo» de 1630-40); El Greco («El Salvador del Mundo», de 1600 y «Alegoría» de 1590). Ésta, curiosamente, se incorporó al fondo de la galería al ser aceptada a cambio del pago de un impuesto.

Regresando a años y viajes anteriores, en 2006, nos desplazamos a la República de la Unión de Myanmar, que la conocía como Birmania a través de aquella película interpretada por Errol Flynn. En esta tierra, en la que sus habitantes aún vestían el «traje regional» y estaba poco occidentalizados, proliferaban los monjes budistas. Mi sorpresa fue en el Lago Inle el ver a los nativos remando con un pie, las casas flotantes, los pequeños talleres artesanales sobre las aguas, sus cultivos sobre las mismas, los monasterios como aquel de los gatos sobre éstas como si en Venecia se encontrasen. Mi sorpresa fue ver a los niños sin disponer de tierra firme para sus juegos, y la respuesta del guía que nos acompañaba al preguntarle si sabían nadar, me dijo: «si la primera vez que caen al agua no se ahogan, ya no pasará nunca nada».

Sorpresa fue al llegar a un mercado instalado en un pequeño islote al que nos desplazamos en barca, el vernos rodeados de numerosas canoas desde las que nos ofrecían toda clase de abalorios trabajados con perlas del lago por un euro. Había que llevar regalos, y compramos algunos collares, y cuál fue la sorpresa al mostrarlos en una joyería en España y se nos dijera que dichas perlas, aunque de agua dulce, eran de mucha calidad.

Algunos años antes, en la década de los noventa paseando por una calle peatonal próxima a la Ópera de Viena, tuvimos la sorpresa de encontrarnos de frente al mítico Raphael con Natalia Figueroa y sus hijos. Los abordamos y les pedimos permiso para hacerles una foto. Los niños se separaron un poco, y accedieron a ello. Una vez revelada y ampliada la foto, al actuar un mes después en la Plaza de Toros de Alicante, se la dejamos en la taquilla con una tarjeta, con la única intención de que en algún momento tuviera la gentileza de agradecerlo. La sorpresa es que nunca sabré si llegó a recibirla.

En 1995, en un viaje a los países nórdicos, coincidimos con una familia de Madrid con abuela incluida, en la que iba un muchacho llamado Luis Montes que se empeñó en comprar una gran cornamenta de reno que fue paseando en autobús, ferris y avión en todo el recorrido. La sorpresa fue cuando uno o dos años después lo vimos como actor en «Tranvía de la Malvarrosa».

Y como última sorpresa, hace poco, fue en Glasgow cuando la guía local que nos acompañaba nos refirió que una empresa hidroeléctrica española (cuyo nombre evito, por no haber contrastado la información) sufragaba gran parte de las actividades culturales de la ciudad. Lo cierto es que me quedé perplejo, y más me sorprendí cuando al llegar a España me encontré con la sorpresa del cargo bancario del consumo eléctrico. Pensé, apaga y vámonos, cultura para Escocia y a pagarla de alguna manera los de aquí.