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Tiene que llover

Sitio para descreídos

Desde el pueblo de 70 vecinos en la profunda Castilla al que acudo por estas fechas hace la intemerata, me desplazo a través de una solitaria carretera de buen ver hasta Urueña cuyo censo alcanza nada menos que cerca de 200 habitantes de los que, en la primera hora de estancia, me cruzo con cuatro. Esto ocurre mientras una riada de paisanos se zambulle por aeropuertos, estaciones de trenes y de metro en los que desconocen cuánto tiempo pasarán y si alguna vez alcanzarán su destino. Qué envidia.

Al casco urbano por el que transito, enclavado entre gran parte de muralla, se le ve tan bien conservado y cuidado que parece falso de toda falsedad. Es lo que tiene permanecer empadronado en una ciudad en la que los contenedores rebosan desperdicios y despiden una fragancia que quita el sentido. Como conocen los especialistas, Urueña no es cualquier cosa. Ya en la Edad Media, con Sancho el Fuerte al frente de las mesnadas, el feudo, que a continuación cuidaría su hermana doña Urraca, fue cabeza del Infantado. A la sombra del castillo se levantó mucho más recientemente el Centro Etnográfico Joaquín Díaz, con diferentes colecciones cedidas por el conocido folklorista; el museo de la música Luis Delgado en el que se exhiben más de quinientos instrumentos y el centro didáctico Miguel Delibes que abrieron paso a que doce años atrás aquello se convirtiera en la primera villa española del libro. Entre todo lo que se ofrece en sus rincones reúne tantas historias increíbles como Magaluf, pero de ficción.

Me siento en una balconada a contemplar la extensa llanura dejándome llevar por los destellos del cereal y el Hallelujah de Cohen cantado por Rufus Wainwright en los cascos. La última vez que me asomé a la Tierra de Campos fue a lomos del viaje a los rincones de la memoria que se marcó el polifacético David Trueba. En medio de la marabunta en la que cualquiera de ustedes andará estos días, resulta que Urueña cuenta con ¡diez librerías!, el doble que bares. No sé dónde vamos a llegar.

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