Hagamos un poco de ciencia ficción. Imaginemos por un momento que grandes festejos nacionales -como las Fallas, los Sanfermines o la Feria de Sevilla- estuvieran sometidos a constantes cambios legales y a modificaciones normativas de última hora que pusieran en peligro su celebración o que establecieran fuertes restricciones en la participación popular. Esta situación anómala provocaría un escándalo de grandes proporciones; un furibundo debate nacional, que forzaría a las autoridades a encontrar una solución rápida y satisfactoria. Pues bien, esto es lo que está pasando con los actos del disparo de arcabucería en las Fiestas de Moros y Cristianos desde hace más de cuatro décadas y por sorprendente que parezca, nadie ha sido capaz de encontrar una salida. Unas celebraciones festeras que mueven a miles de personas y que tienen una tradición de siglos se enfrentan cada año con la espada de Damocles de la incertidumbre legal y con el peligro real de una traumática suspensión.

Tras vivir durante un largo periodo de tiempo bajo el amparo de unas instituciones que hacían la vista gorda, las batallas de arcabucería se han convertido en una fuente de conflicto permanente. En el inicio de este inacabable contencioso hay que situar una iniciativa comprensible y bienintencionada: regularizar la celebración de unos actos festivos en los que se manejan toneladas de pólvora y en los que se pueden generar situaciones de evidente riesgo físico para las personas. Haciendo honor a aquel viejo dicho que señala que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, los resultados de estas campañas regularizadoras han sido nefastos. A lo largo de más de cuarenta años, la normativa en torno a la pólvora festera se ha transformado en un inexplicable embrollo, que convierte la organización de un alardo en una aventura administrativa de final incierto. Hemos visto de todo: reducción de la cantidad de pólvora por festero, modificaciones del sistema de reparto, revisiones obligatorias de los arcabuces, exigencia de permiso de armas y hasta la regulación de las cantimploras en las que se ha de llevar el material explosivo. Por si esto fuera poco, las competencias legales sobre este tipo de celebraciones se han ido repartiendo entre diferentes niveles administrativos: desde la Unión Europea al Gobierno central pasando por las autonomías, creándose con ello un panorama legal lleno de contradicciones y de zonas de indefinición. La última incorporación a esta cadena de despropósitos es el encarecimiento disparatado del precio de la pólvora, incluida en una extraña condición de monopolio que rompe los principios más básicos de la lógica del mercado.

El impacto de este desastre normativo ha sido letal. Las complicaciones legales se han convertido en un obstáculo insalvable, que ha hecho que se reduzca espectacularmente la participación en las batallas de arcabucería, optándose en muchos casos por la supresión. Las entidades encargadas de organizar los festejos, asociaciones que trabajan desde el más puro espíritu amateur, carecen de medios para afrontar unos procesos administrativos de una altísima complejidad técnica y no es extraño que algunas ocasiones se acabe optando por tirar la toalla. Poco a poco, uno de los elementos básicos de la centenaria Fiesta de Moros y Cristianos ha ido perdiendo peso en los programas oficiales, asumiéndose como normal la desaparición gradual de una de las piezas más singulares de la liturgia de una celebración cuya estructura básica se había mantenido indemne durante centenares de años.

La única forma de salir de este callejón sin salida pasa por considerar las Fiestas de Moros y Cristianos como lo que realmente son: un patrimonio de alto valor cultural y social, cuya integridad debe ser preservada por todas las administraciones. El estado de anomalía permanente al que están sometidas las batallas de arcabucería supone admitir el empobrecimiento progresivo de un valioso legado, que en la provincia de Alicante forma parte de la Historia de centenares de poblaciones y que cada año saca a las calles a miles de festeros. Estamos ante una auténtica seña de identidad colectiva y se merece un esfuerzo institucional para hallar puntos de confluencia y para resolver de forma definitiva todas las dudas.