Siempre me pasa lo mismo. Llega esta época y el vacío invade ánimo e imaginación. Si uno vive en este planeta de veraneantes sólo puede ser veraneante. Y veraneante consecuente, veraneante de masas: frotarse con unas decenas de miles de personas en nuestras estupendas playas; beber aceite en forma de paella mientras se celebran «nuestras» estrellas Michelín; restregarse con inmundas químicas en la inútil esperanza de que alejará a los mosquitos; escuchar cómo El Sector -así se dice aquí al lobby de empresarios de hostelería, alabado sea por siempre- clama contra la tasa turística -una cosa es el turista de masa y otra el turista de tasa-; beber horchata sin tasa; cultivar el cáncer de piel; lamentar que la edad debilite la memoria al advertir que he olvidado ponerme protector solar; recrearme una vez más en la fealdad con que mis congéneres exhiben u ocultan -vaya usted a saber- la desnudez; escuchar la anécdota del alcalde de Benidorm que fue de rogativa en Vespa al Pardo a visitar al asesino de masas; preocuparme por las vacaciones de la Familia Real; escuchar los fundamentadas alertas del geógrafo Olcina sobre el cambio climático -predicar en el desierto, sermón perdido-; poner la radio y escuchar tonterías sobre mercados de fichajes, tendinitis o el simpático comentario de un superfutbolista al ver en Instagram una foto de su superseñora -a mí me gusta mucho el deporte de masas, lástima que haya acabado con el fútbol-. Y disfrutar con el calor. Y el sudor.

En este vacío me vuelvo malo. El verano saca lo peor de mí, que es mucho. De hecho, en este maremágnum, sólo me complace apostarme en esquinas estratégicas de algunas ciudades proclives al turismo de masas sin tasas, a despecho del inglés y de los vigilantes oscuros de El Sector. Pues bien, digo que me escondo, disfrazado con meyba antiguo, aletas y gafas de bucear, para ver cómo se disparan los instintos suicidas de muchos veraneantes en el momento mágico de regresar a sus apartamentos de legalidad ambigua. Oprimidos por el peso de sombrillas, gigantescos hinchables fucsias con forma de unicornio, neveras, sillas y sillones plegables y niños y suegros rebozados en arena, la pulsión de muerte se dibuja en sus ojos. En estío, no nos dejemos engañar por las canciones de masas, tánatos siempre derrota a eros. Por eso El Sector está contra el psicoanálisis -de esto no estoy seguro, pero casi-. Hay una variable consistente en madrugar para ver las carreras masivas para colonizar un metro de playa. Tengo entendido que plantan la sombrilla como Colón hizo con el pendón de Castilla -que no se vea imperofobia en esto, ni alusión a reina, criticable tanto por los guardianes de las esencias católicas como por los guardianes de las esencias de lo políticamente correcto, tan convergentes. Luego ya pueden volver a casa a escuchar lo del mercado de fichajes, hinchar el unicornio y espolsar la arena de la cama del chiquillo antes de emprender el camino a la playa prometida.

Ya ve usted cómo crece mi maldad. Y tanto más cuando, contra muchos de mis conmilitones de izquierda, estoy racionalmente a favor del turismo de sol y playa, democrático y relativamente respetuoso del medio ambiente. Sólo faltaría que todo este gentío se fuera a conquistar la España vacía, tan famosa como querida, y acabara de destrozar bosques y roquedales. Incluso alabo a El Sector por su capacidad de crear cantidad de empleo. El día que además sea de calidad le podré una vela a la Virgen del Sufragio. Estoy incluso feliz de que la Generalitat haya nombrado un Director General de Turismo, además de un Secretario Autonómico de Turismo, además de depender directamente del Capitán Generalitat Puig. Lo más de lo más. El Director General vino, vio y prometió que el AVE llegará a Benidorm. Yo creo que con esto ya está justificado, en condiciones de dimitir con honra y barcos. Aunque pienso que lo tendrán en conserva hasta ver si hay elecciones anticipadas y hay que reenviarlo a Madrid, otra vez. Aunque como establecerá su oficina en una playa de Benidorm también es posible que sea un rehén por si al final se impusiera la nefanda tasa. Yo qué sé. Cal que pugem al Montgó.

Este vacío, esta oquedad machadiana me vuelve malo. Repito. No puedo evitarlo. Creo que es el ruido: esta radiación de fondo hecha de música latina infame, zumbido de insectos, rugidos de motos, llanto de niños, risas de padres, exaltaciones febriles de felicidad. La música de la metafísica más sombría. Se disuelve el ser. Sólo queda la nada. No pasa nada. Nada. Me pongo a revisar la prensa compulsivamente, pero lo que encuentro son prolongaciones desganadas, agónicas, de cuestiones tan tratadas, tan maltratadas o bientratadas, que alejan mi espíritu de la actualidad. Pero no me rendiré. Tras mucho buceo -metafórico, obviamente- encuentro una noticia importante y, más allá de toda ironía, de alcance cósmico.

La primera sonda privada enviada a la Luna chocó contra el inocente satélite, desparramándose por el poético ojo blanco de la noche, a cuya luz se declararán su amor cientos de jóvenes en estas jornadas estivales, sabiendo que luego tienen 10 meses para ser infieles. Bien harán los jóvenes, antes de pasar a mayores, en considerar que allí arriba han quedado, entre cosillas desparramadas, un buen montón de tardígrados, también conocidos cariñosamente como «osos de agua». Son feos. Muy feos. Y afortunadamente son pequeños. Son capaces de hibernar durante 10 años, aunque los científicos piensan que lo mismo han encontrado una buena muerte con el impacto. Pero no están seguros. Los responsables de la cosa han advertido que no hay ningún peligro. Por supuesto. Solo que he visto películas de terror que empezaban mucho mejor. En fin, ya tengo algo que hacer. Le he quitado a mi hijo sus prismáticos de juguete y paso las noches insomne tratando de observar a esos inesperados veraneantes que, por fin, encontraron una playa vacía y silenciosa. Quizá en unos años vayan de aquí para allá, en AVE o algo así, con un hinchable fucsia en forma de ser humano.