He de reconocer que siempre he huido de las grandes conspiraciones. Entrar en el juego de grupos secretos todopoderosos que mueven los hilos para intereses partidistas, es como dejarse llevar por una psicosis, donde no sabes muy bien si lo que está ocurriendo es realidad o es ficción. Pero los tentáculos del poder son extremadamente largos y consiguen confluencias sorprendentes que hacen cambiar el mundo, sean o no grandes conspiraciones.

Los amantes de la teoría conspirativa ven los atentados del 11S como una estratagema perfectamente urdida por el entonces presidente George W. Bush, para justificar unas guerras monstruosas y, de paso, recortar los derechos civiles de todos los ciudadanos del mundo. Hoy el presidente vigente, el tuitero Donald Trump, está empeñado en desarrollar guerras estratégicas para engrandecer el poderío estadounidense y, de paso, conseguir pingües beneficios para la economía norteamericana. De fondo, siempre encontramos el petróleo.

Aunque nos alejemos de las grandes conspiraciones y de las manos negras en la sombra, no podemos obviar que aquellos que ostentan algún tipo de poder manejan los hilos a su antojo, incluso dentro de los límites de las leyes. Los ciudadanos españoles nos encontramos en una de las encrucijadas políticas más cínicas y desvergonzadas de los últimos tiempos. Desde la ruptura del bipartidismo estamos asistiendo, de una forma impasible y sistemática, a una cadena de acontecimientos infructuosos por parte de unos aprendices a dirigentes sin la más mínima visión de Estado.

Seguimos manteniendo un sistema político enraizado en los partidos, que centran su única meta en conseguir o mantener el poder. Después de más de cuarenta años de democracia, nuestros ilustres políticos son incapaces de conseguir acuerdos de estabilidad, de reformar la Constitución, de variar el sistema electoral, de comprometerse con la sociedad en erradicar el terrorismo camuflado, los totalitarismos independentistas y, sobre todo, de dar estabilidad a lo que más repercute en los ciudadanos, la economía.

Los ciudadanos estamos dando una lección de coherencia con el sistema, cosa que tendría que sonrojar a todos y cada uno de nuestros representantes electos. Si como parece volvemos en noviembre a las urnas, nos toparemos con un dilema moral y de responsabilidad social. No existe ningún procedimiento electoral en España que represente el descontento de las mayorías, dado que no sirve para nada el voto en blanco o la abstención. Nos encontramos secuestrados por el poder de una forma irreversible, sobre todo, porque los que lo ostentan no tienen ni la más mínima intención de cambiar nada, para que todo siga igual.