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Pedro Rojas

La mirada perdida

Pedro Rojas

La semilla del pánico

No la rieguen más. Háganme caso. Si agarra bien y brota, ya no habrá vuelta atrás. Es resistente a todo, al veneno, a las plagas, al mal tiempo, a las buenas caras. No se señalen unos a otros, tápense, guarden las facturas que, a lo peor, se quedan sin pagar en junio porque hay de todo menos dinero que volver a gastar en vano. Lo más desesperante es que lo saben, pero les atrae más una intriga palaciega que atajar de raíz el problema, uno abrumador que, ahora mismo, a estas alturas de curso, no tiene que ver ni con el compromiso, ni con fichar a este o al otro, ni con la agresividad, ni con llevar el escudo cosido al pecho o grabado a fuego, ni con dormir a gusto, ni con todas esos lugares comunes que se transitan en tiempos de crisis y malestar crónico. El Hércules que se asoma al abismo de Tercera sufre -por encima de todas las miserias intestinas que le duelen hace décadas- un problema geoestratégico, de colocación, de interpretación del juego, de saber dónde hay que estar en cada momento, de identificar los espacios y entender por qué son fundamentales para la acción.

Jesús Muñoz tiene derecho a equivocarse de planteamiento, a incurrir en aquello tan extendido de para solucionar un problema creo dos igual de gordos (justo lo que le ocurrió con la rectificación, antes del descanso, de la alineación que inició el encuentro frente al Mestalla), puede tener filias y fobias, nombres favoritos, manías persecutorias... Lo que no se le puede tolerar es que le fallen los fundamentos más básicos, ofensivos y defensivos. Por ahí sí que no. Si eso sucede, si se torna costumbre, el proyecto cae en barrena, el equipo entra en pánico y el accidente arrasa hasta los cimientos del estadio. Dejando al margen el efecto devastador de una pretemporada arrojada al mar, lo que se debe tener claro es no dar pasos hacia atrás, salvar la categoría. La promoción está a mil años luz. Métanselo en la cabeza todos los que perciben un salario blanquiazul y los dos que los sufragan.

Están todos ustedes en el mismo barco y si lo hunden por mísero interés particular para poder gritar eso tan perverso de «ya lo dije yo», no podrán empezar de cero, no sin meter en la caldera más sacos de billetes para avivar el fuego de una ciudad harta de queroseno.

El equipo avanza tembloroso por el filo, y si se cae, ya no se levantará. Lo he visto cientos de veces. En mala dinámica son muy pocos los que se manejan bien, los que encuentran su mejor versión. Convendría no tentar al infortunio. Saber cómo jugar el balón es la clave. De qué sirve el talento si no lo explotas, si tu mejor hombre, el diez, toca su primera pelota controlada en el minuto 80, si renuncias a las zonas intermedias, si te exprimes en una presión deslavazada, si los mediocentros son náufragos, si no reúnes futbolistas alrededor del que debe dibujar los pases... Estas necesidades irrenunciables, esenciales, ha de cubrirlas el entrenador con el trabajo semanal, y también su segundo, y su tercero, y el jefe de los tres, que le va en el cargo. El Hércules palidece, y si no lo gobierna alguien sobre el césped, volverá a ocurrir lo que se vivió al final del último partido, cuando once buenos profesionales, desubicados, sobrepasados y muertos de miedo parecieron pollos sin cabeza. La semilla del pánico está plantada. Échenle más lágrimas y en unos meses todo quedará sepultado bajo un tupido manto de hojarasca. Escrito queda.

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