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Nueva York, Oriente, Barcelona: una comedia muy ligera

El negociado del yin y el yang, una novela solo para incondicionales de Eduardo Mendoza

El pasado año, publicó Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) El rey recibe, protagonizada por un abúlico, cínico, "quizá un estúpido o un frívolo" funcionario de la Oficina de Comercio -gris e inoperante- española en Nueva York, llamado Rufo Batalla. Con tal novela, el laureadísimo autor iniciaba una trilogía ("Las tres leyes del movimiento") de la que ahora se nos ofrece el segundo tomo. Y con la ingenuidad o mansedumbre que lo caracteriza, Mendoza acaba de declarar: "Cuando acabé el primero me pregunté qué pondría en el segundo porque ya no tenía nada más que contar, pero salió lo de Japón y Alemania". En mi opinión, así es.

Se quedó sin mucho que contar y hubo que tirar de relleno. De modo que, tras una primera parte que sigue el plan trazado de "recordar cómo se veían algunos fenómenos sociales, culturales o políticos en un momento determinado", nos encontramos con un pegote larguísimo desarrollado en Japón y Tailandia - que bien podrían haber firmado Salgari o Jorge Ordaz- , más otro buen puñado de páginas con el protagonista vuelto a Barcelona, viajero al Ampurdán y a Alemania. Eso es, a mi juicio, El negociado del yin y el yang (título que se explica en la nota final): una novela breve a la que se han sumado dos pastiches para hacer volumen: el primero con la figura dominante del viejo conocido príncipe Tukuulo - esperpento ya desde ese nombre- ; el segundo, como una escena familiar de mesa camilla. Le ha quedado a Mendoza una comedia muy ligera, solo acaso para quienes somos incondicionales suyos. La parte inicial abunda en consideraciones políticas campanudas. Al morir Franco, Rufo reflexiona: "Estábamos despidiendo una época sin duda nefasta, pero en definitiva nuestra. Habíamos vivido infancia, adolescencia y juventud inmersos en una atmósfera contaminada y enfermiza, pero no teníamos otra".

El Generalísimo "había pasado a ser una figura anacrónica, un grotesco remanente de los temibles líderes fascistas, desaparecidos hacía mucho, reconvertido con el tiempo en un blando lacayo de los Estados Unidos, a cuyos dictados se plegaba con el máximo servilismo para ser recompensado con el máximo desprecio". El panorama español de posguerra queda así considerado: "Las heridas se habían convertido en secretos, silenciosamente guardados en el rincón más íntimo del reducto familiar. Lo mismo había sucedido con las crueldades, las cobardías y los remordimientos. En su lugar se había instalado una llevadera adaptación, hecha de miedo y conformismo". Pero no siempre es ese el grave tono. Los secundarios de la trama - habitual felicísimo hallazgo de Mendozamueven a regocijo. La inefable abadesa de Tordesillas y del Opus Dei (que instruye sobre cómo quiere ser llamada: "En el monasterio, reverenda madre. En la Curia, eminencia. En Manhattan, con doña María basta y sobra"), una mujer cuya autoridad moral era tan grande como sus resoluciones vaporosas: "Nadie se habría atrevido a contravenir su dictamen si se hubiera sabido cuál era". O como el pariente maño de un compañero muerto, pura caricatura: "Por más que corra, uno no pué ir más allá de donde está en cada momento". Sí, esos grandes secundarios.

El jefe de la oficina que pronostica un gran futuro a Rufo en la carrera administrativa: "Es usted cumplidor, puntual, serio, respetuoso con sus superiores, no tiene ambición y nunca toma iniciativas". O el tailandés que se autoidentifica así: "Se puso la mano abierta en el pecho y exclamó: Puskas. Como yo no reaccionaba, repitió la operación dos veces. Puskas, Puskas. Por hacer algo, me señalé a mí mismo y dije: Kubala". Y muchos detalles - secundarios asimismo- del mejor Mendoza: la insólita lectura de Kafka, la historia de san Juan Limosnero, ser lector de Faulkner como garantía de buen esposo, un posible empleo de Batalla en el Barça, el cachondeo de los cantos de la obra teatral experimentalista... Le sumamos los habituales aforismos y gracietas: "Las relaciones sólo funcionan si ya estás relacionado"; "El ímpetu y el propósito desaparecieron para siempre"; "En torno a mi familia pululaban unas cuantas viudas con dignidad de marquesas y firmeza de gladiadores"; "Como en la mayoría de las familias de su generación, el marido no contaba con la mujer para nada y la mujer consideraba al marido un botarate". Y así obtenemos una sosegada y risueña lectura de sofá, con sus piratas, su sexo, la evasión de capitales y una especie de guía turística del Oriente. Muy ligera, pues, y necesitada de alguna revisión: no parece que se puedan "repartir tortazos con el canto de la mano", u otras incongruencias semejantes.

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