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Un acomodador de lugares

La ladrona de fruta, la última epopeya de Peter Handke, llega tras el Nobel

Lo cuenta el narrador: aquel jardinero llamado Vallier, que Paul Cézanne pintó una y otra vez al final de su vida, apenas muestra su cara, que ensombrece el sombrero. Su frente, nariz, ojos y boca están como borrados, por lo que el espectador solamente tiene presente una silueta. Pero qué silueta. Un contorno gracias al cual la superficie atenuada de la cara encarna, expresa y emite algo que va más allá de lo que podría comunicar un dibujo fiel hasta el detalle. Transmite algo diferente, una variante radicalmente distinta. De un modo semejante, en La ladrona de fruta, bautizada por Peter Handke como la última de sus epopeyas, la escritura despliega esa insistencia de Cézanne en generar un contorno, en seguir insistentemente algo con la mirada. El narrador podría ser la encarnación de aquel jardinero llamado Vallier al que modifica el nombre, de "Vallier" a "Vaillant", es decir, el vigilante o, mejor dicho, el que presta atención, el que vela o, simplemente, el despierto. La ladrona de fruta puede leerse como un homenaje que el propio Handke rinde a su sentido de la narración. Si la directora de una entidad financiera parisina en La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos busca a su hija desaparecida, ahora es esa hija la que busca a su madre ausente en un viaje de tres días a pie por la Picardía francesa. Esa andadura, con resonancia en toda la literatura del autor, cuyo título fundacional podría ser Poema a la duración, se basa en un vagar y vagabundear que sigue con la mirada lo que venga por delante, sucesos por lo general insignificantes que son distintos en cada parte del mundo y, al mismo tiempo, son los mismos. La vista y el oído despliegan una narración basada en la imagen como lenguaje, un lenguaje-imagen basado en la receptividad y la aceptación, en la paciencia como atributo y también como actividad, alejado de cualquier intención impositiva. Un narrar que, en cierto modo, se despliega contrario a la ley, ajeno a las descripciones fijas de lugares o de caras, opuesta a las presentaciones obligadas. Las descripciones de Handke parecen surgir por sí solas, siempre en movimiento. En ellas se percibe el contorno y se diluye el centro, siempre en transformación. Peter Handke vive desde hace treinta años en la región de Chaville, cerca de París, rodeado de vecinos con los que ve el fútbol en el bar y que no saben muy bien a qué se dedica. Al igual que el propio autor, el narrador de La ladrona de fruta vive en el campo, cerca de París, en un lugar que denomina "bahía de nadie", con lo que Handke culmina un tríptico que completa El año que pasé en la bahía de nadie, otra de sus epopeyas. El narrador inicia el relato de un viaje "por una larga temporada" hacia el interior del país. Sus primeros pasos se ajustan a una naturaleza que irradia los ritmos de principio de verano. El silencio emana de un detenerse y tomar conciencia del tiempo que, por lo demás, es efectivo como materia, no como una quimera, sino justamente como otro tiempo real dentro del tiempo real. En la estación del pueblo toma un tren y comienza el relato de otro viaje, el que realiza Alexia, la ladrona de fruta, una chica que se siente como en casa ante todo lo torcido, aunque sea levemente: un lápiz torcido, una aguja de coser torcida, un clavo torcido. Afectada en la niñez por un impulso de fuga, recién llegada de un viaje de meses por el norte de Rusia, emprende este viaje en busca de su madre desaparecida. Si bien lo habitual en lengua alemana son las frases cortas, según comenta Anna Montané, responsable de una traducción excelente, la pretensión de Handke de crear un lenguaje distinto le hace romper las reglas de su propio idioma para llevar a la máxima expresión una escritura interrogante, dubitativa. Fluye mediante fraseos largos muy pausados mediante comas, pero con muy poca puntuación, como un meandro continuo. La narración remite a la tradición épica popular centroeuropea mediante el relato que cuenta con varias versiones y en el que, a través de una topografía perfectamente reconocible, lo real y lo imaginario conviven con perfecta naturalidad para contar la historia de esta ladrona de fruta, porque nadie, ni uno solo de nosotros, vive una vida más bella que la suya.

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