Tengo el cuerpo poco habituado al 2020. Esas cosas pasan a mi edad. Calculo que me habré acostumbrado para Semana Santa. Por eso me cuesta mucho soportar la avalancha de predicciones sobre el año nuevo. Y la década nueva. Menos mal que mi buen amigo, el matemático Castañón, ha aclarado en Facebook que no, que no es verdad que empiece la década, que eso será dentro de un año por estas fechas. Para eso sirven los matemáticos. Para todo lo demás están las calculadoras. Un peso que me quito de encima. De todas maneras, como a los matemáticos no les lee casi nadie y en las redes lo que no sean gatos, lágrimas, poses, buenas intenciones, odio, nostalgia, narcisismo y lástimas no sirve para nada, casi nadie se habrá enterado. Lo siento Castañón: tú persevera y no te estreses, que la causa es noble y el principio de Arquímedes la A.

En fin, que hemos cruzado el ecuador de estas entrañables fiestas y esperamos lo que se avecina con mansedumbre. Todo lo contrario que el Papa. Es de ver, si todavía no lo ha visto, la cara que puso el hombre cuando, en Nochebuena, una católica recalcitrante -y un tanto sacrílega, a mi entender- quiso quedarse de un tirón con su brazo como reliquia anticipada. No digo yo que no fuera la cosa para la inquisitiva mirada y la cólera santa que muestran sus pontificias facciones en las imágenes grabadas. Porque el Santo Padre tiene edad de abuelo y como sería de mal ver que dimitiera mientras no ascienda al Cielo su antecesor, porque el lío ya sería celestial, ahí está, al albur de locas y locos de la fe dispuestos al desmembramiento. Pero un Papa no puede pecar de ira en Nochebuena. ¡Dónde iremos a parar con la Noche de Paz! ¿Qué será lo próximo?: ¿romper el tambor al tamborilero, pegar una patada en los calzones al bueno de San José? Además debió ser superlativamente molesto avisar al confesor papal -¡menudo oficio!- para evacuar la culpa y manifestar dolor de contrición antes de los oficios navideños. Pocas veces se ve pecar a un Papa tan en público. De soberbia sí, pero de esto, desde 1870, más o menos, no. Pío XII ayudaba a los nazis, pero era para matar comunistas y, además, lo hacía con catadura de humillación perfecta. Así que no cuenta.

Todo esto lo digo, simplemente, a efectos de que el lector calcule lo revuelto que está el mundo. Que el mundo esté revuelto no es garantía de que vaya a haber cambios, sino que aspiramos a que la noria vaya frenando. Mire usted el Gobierno que puede ser el nuestro en unos días. Lo mejor de él es que será un remedio menor, el fruto de un agotamiento de los espíritus. Pero eso no es malo. Y no es que sea tampoco el menos malo, el consuelo de tontos. Es que la realidad anda tan desabrida que este Gobierno ha de ser capaz de abrir algunas puertas al futuro. Lo que pasa, retomando el hilo de la argumentación, es que hemos alimentado una profunda desconfianza hacia el futuro. El futuro ya no es lo que era. El pasado tampoco. O sea que sólo nos queda el presente. Mala cosa.

Por eso el nuevo Gobierno tiene, ante todo, que construir un futuro creíble. Frente a un corsario sistema comunicativo dispuesto a hacer subir sus ingresos a golpe de descerrajar titulares en la nuca de los adversarios. Frente a las cópulas del poder judicial incapaces de reconocer que el Legislativo y el Ejecutivo son, también, independientes. Frente a una clericalla tan dada a mirar la paja en el ojo ajeno como poco dispuesta a ver la pederastia en el propio. Frente a un Torra poco aficionado a la política y, menos, a la inteligencia. Frente a hordas de intelectuales coléricos tan diestros en manejar la hoz de la suspicacia y el prejuicio como incapaces de alentar soluciones creativas. Frente a líderes de los propios partidos llamados a gobernar, que piensan más en sus votos locales que en la patria a la que aman desde maitines a completas.

Esto se llama curarse en salud. Y tanto. Pero estos fragmentos de la realidad suman más ira que la que la Constitución puede soportar. Nos van a tensar. Nos van a obligar a ser iracundos y a recordar que la matemática parlamentaria puede tener números irracionales, pero al final el resultado es muy natural. No hay otro. Y nadie ha dicho otro. Ni los chistosos de las redes ni los sabios energúmenos de las tertulias. Ni en catalán, ni en castellano, ni en leonés.

He leído estos días «Una hora de España (Entre 1560 y 1590)», el discurso de entrada en la Real Academia de Azorín. Su prosa es serena y aunque hoy no soportaría el tamiz de los conocimientos históricos, es una bella colección de estampas sobre un tiempo que consideraba capital: las estampas eran el tiempo, porque lo temporal se encarna en hechos, circunstancias, dinámicas y contrastes, o no es nada a estos efectos. Quizá mereciera la pena que alguien trazara estampas similares para esta hora nuestra: tan compleja como diversa y trascendental en sus contradicciones. Merece la pena advertir que en la mezcolanza de éxitos deportivos, quejas al sistema educativo y científico, loas a la sanidad pública, desorientación de las grandes máquinas de formación y difusión de esquemas culturales y éticos, quiebra de la relación política entre el espacio y el tiempo, crecimiento de la esperanza de vida, incremento de la desigualdad, angustia climática o bloqueo de la cultura constitucional y del entusiasmo europeísta, que en todo eso, que pasa a la vez y en la misma hoja de un periódico imaginario, hay tanta presión histórica que roza lo criminal añadir espasmos de angustia y herir a la víctima antes de saltar al ruedo de San Jerónimo. Yo a los histéricos les pediría sólo un poco de fe: casi seguro que tendrán tiempo de lanzar sus críticas, de practicar su ira evangélica, de atacar con mazos y puñetas los decretos, de halagar los recursos de inconstitucional de Vox. Seguro que yo mismo criticaré decisiones de este Gobierno en el futuro. Pero ahora sólo pido mi Derecho a poder mirar hacia delante sin ira. Echando cuentas no es mucho pedir.