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Por qué queremos tanto a Cuba

El país caribeño, pese a su férrea dictadura, embruja a políticos y turistas españoles

Al llegar de La Habana, una noticia alarmante encabeza los titulares. Agentes españoles se han visto envueltos en un incidente en la embajada mexicana en La Paz. Como trasfondo, se menciona la crisis diplomática entre Bolivia y México, país que ha acogido como refugiados a funcionarios del expresidente Evo Morales. Y, más al fondo, se sugiere la relación de Podemos con el eje izquierdista bolivariano: la Venezuela de Maduro, el México de López Obrador y, por supuesto, nuestra querida Cuba.

Parecía una continuación del último día de mi estancia familiar en La Habana. Un encuentro fortuito -el turista despistado en busca de "un buen mojito por aquí"- nos hace recurrir a un inequívoco habanero: un negrazo con guayabera deslumbrante, chapa de "Yo soy Fidel" en el pecho, gorra de béisbol con la imagen del Che, portador de un enorme tabaco (así llaman al puro). "¿Me conocen?", interroga el amable transeúnte tras ser asaltado. "No, ¿por qué?". Sorprendido de nuestra ignorancia, lo aclara: "Creí que me paraban porque me habían reconocido. Soy Salvador Valdés Mesa, viceministro de Cultura, y esta es mi oficina". Señala hacia la sede oficial de la que salía.

Entre impactados e incrédulos, vemos cómo el hombre regala a nuestros hijos dos billetes históricos del Che, que saca del bolsillo derecho de su guayabera, donde lleva un fajo. Nos acompaña hasta un bar de confianza, tres cuadras más allá, donde ofrecen un buen mojito. En el camino, cuenta que en febrero viajará a Bilbao, invitado por Podemos, para participar en unas jornadas sobre el euskera. Se le enciende la cara cuando habla de España -hace 20 años que no la visita- y está deseando comerse un buen bacalao al pilpil. En Cuba, asegura, ya no tienen bacalao. Dice tener buena relación con Iglesias y Errejón y que es una lástima que ahora "anden peleados". Incluso nos habla de un hotel que ambos líderes políticos planeaban construir en La Habana. Pero, claro, ahora "con la pelea entre los dos, anda la cosa parada". Qué raro. Tomo nota mental: Esto habría que investigarlo, porque si es así, en España sería un escándalo.

Llegamos al bar de los mojitos. Todos se ponen firmes ante su presencia autoritaria. "Compañeras, póngales los mejores mojitos a estos amigos españoles". "Compañero, haznos una foto juntos". "Y tú, seguridad" -dirigiéndose a un hombre con un deslumbrante diente de oro-, "pide un carro para llevarlos cuando se quieran ir". Estamos impactados, nos miramos unos a otros interrogantes para asegurarnos de que lo que nos está pasando es real.

El pretendido alto cargo nos deja disfrutando de los mojitos -estaban muy buenos- y reaparece a los diez minutos con un regalo -a cambio, eso sí, de una pequeña contribución a la causa-, dos libros recién editados: uno sobre los orígenes de la santería en Cuba y el otro sobre el Che viajero. Nos despedimos efusivamente y nos da su número de teléfono. El carro que viene a buscarnos, un destartalado Ford argentino de hace cincuenta años, no lleva identificación alguna. Por la ventanilla, vemos al alto cargo sentado en el quicio de una ventana hablando con unas turistas de aspecto nórdico, probablemente canadienses, como la mayoría de los visitantes de la isla. El carro se apresura renqueante malecón arriba, camino del Hotel Nacional, paraíso del lujo decrépito, y final del viaje.

Horas más tarde -la conexión a internet en Cuba es muy lenta, como todo en el país-, pudimos comprobar en Google que el viceprimer ministro de Cultura no era quien nos habíamos tropezado, sino un joven blanco. Pero Salvador Valdés Mesa, efectivamente, existe y es nada menos que el primer vicepresidente de los Consejos de Estado y de Ministros, número dos del presidente Díaz-Canel. Y, por si fuera poco, guarda un extraordinario parecido con nuestro hombre. Nos había engañado con la amabilidad que solo puede hacerlo un cubano, a quien todo se le perdonada por su bonhomía. Balance final: 20 euros por los libros, 15 por el taxi y otros 15 por cuatro mojitos: precios de mercado. En total, cincuenta euros que para nosotros son una propina y para ellos, una fortuna.

La experiencia me hace comprender el embrujo de este país. Comprender incluso a los políticos, de Podemos a Fraga, que cayeron bajo su influjo. A tantos y tantos representantes de la cultura -de los Bardem a Aute- prendados de la isla. El desbordante cariño de los cubanos hace olvidar que estamos en una dictadura y que nos están engañando. O, como mucho, nos parece una dictadura simpática y que la mentira es piadosa.

Sólo se despierta del hechizo al ver las enormes colas ante la embajada española a la espera de un visado hacia la libertad. O cuando algún cubano, en un susurro, nos cuenta su aspiración de cambiar la pesadilla del pretendido paraíso por el sueño yanqui. O cuando recuerdo a mi tío Tony Díaz que llegó a ser un sastre de moda en La Habana en los primeros años 60, para acabar esclavizado y reeducado de su burguesía en los campos de azúcar. Y, ya despierto, sigo sin comprender cómo en Cuba es posible tanta belleza, y tanta alegría, sin libertad.

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