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Daniel Capó

Legislaturas perdidas

Una derecha inteligente nos ahorraría sus habituales aspavientos y plantearía una oposición firme pero gradual y elegante

España no se rompe, pero la política nacional sí parece hacerlo empujada por la falta de contención y por una misteriosa vuelta atrás. Pensábamos que la modernidad había dado la espalda ya para siempre a los males seculares del país: el guerracivilismo latente, el patético orgullo de las emociones más banales, la mirada torva hacia el diferente. Teníamos evidencias a favor: el aprendizaje casi heroico de los males del pasado y de los beneficios de la paz civil. La prosperidad acompañó a un país que lo tenía casi todo por hacer y que deseaba recuperar con celeridad el tiempo perdido, esa edad oscura del atraso. Qué difícil resulta, sin embargo, luchar contra los demonios de la nación cuando se agrieta la estabilidad y la ligereza de una Pandora deja desnudos -realmente en carne viva- los miedos y las pasiones de la psique colectiva. El asedio a la Transición, ese gran mito colectivo de la democracia española, ha dinamitado el camino emprendido hace cuarenta años y ha iniciado una regresión a los instintos más cerriles de los españoles, que suponíamos arrumbados bajo las sábanas del progreso, las leyes y las instituciones. Nos equivocábamos, claro está, como no podía ser de otro modo: el ciudadano no actúa como un sujeto racional, sino que es prisionero de su carácter y del destino asociado a él. Ahora lo sabemos, pero entonces no lo sabíamos o no queríamos saberlo. En realidad, cada generación tiene que asumir sobre sus hombros la dura carga del aprendizaje.

España no se rompe, en efecto, aunque busca desesperadamente un nuevo mito fundacional sobre bases muy distintas a las anteriores. Ya no se trata del reencuentro entre las llamadas "dos Españas", sino de un nuevo relato legitimador que asocia a la izquierda con los nacionalismos periféricos -ambos comparten una historia de victimismo y la dialéctica de las clases oprimidas-, a la vez que arrincona fuera del debate político a la derecha española y la convierte en chivo expiatorio de los males patrios. Nada une más que el rechazo y el desprecio. Los conflictos territoriales, la fractura social y económica, el machismo latente, las estructuras de opresión, la emergencia climática, el precio de la vivienda, el fracaso educativo, la corrupción sistémica, la Corona, el 78€, todo es culpa de la derecha. Quizás este discurso triunfe y se imponga, pero dudo que lo haga a corto plazo. Entre otros motivos, porque rechaza a media España, la declara anatema y le exige que renuncie a sus ideas y a sus convicciones. Es lógicamente un terreno abonado para cualquier extremismo de nuevo cuño.

Una derecha inteligente nos ahorraría sus habituales aspavientos y plantearía una oposición firme pero gradual y educada, algo parecido a la doctrina Kennan. Juegan a su favor las contradicciones imposibles de conjugar entre la izquierda y los nacionalismos, al igual que la apatía económica de los próximos años. Y, sin embargo, no lo hará porque la ansiedad constituye el signo de nuestro tiempo. No lo hará, porque la aceleración parece haber reducido el estadio de la paciencia. Pero esto último no deja de ser paradójico, ya que en realidad nada hacemos para afrontar nuestros principales problemas: los que afectan directamente a la sostenibilidad de la hacienda pública, a la calidad de las políticas de bienestar, a la ciencia, la educación y la tecnología, a la competitividad global€ en un momento histórico en que Europa, y España, parecen haberse despedido de la vanguardia del conocimiento y el desarrollo. Legislaturas y legislaturas que se pierden en debates estériles e incendiarios en torno a las peores ideas, las que no reconocen en el adversario una genealogía común.

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