Si han visto «The Crown» y están siguiendo la actualidad de la familia real británica, convendrán conmigo en que los ardides de Pedro Sánchez para diluir la visibilidad vicepresidencial de Pablo Iglesias o aceptar los apoyos indispensables de ERC o Bildu son un juego infantil comparado con lo que se cuece en el Palacio de Buckingham. Setenta años lleva esa señora intentando domar a su familia, mantener la dignidad ante sus súbditos y soportar la asfixiante presión del sensacionalismo más implacable. Por su despacho han pasado 14 primeros ministros (algunos de ellos abiertamente republicanos), 13 presidentes de EEUU y tres emperadores japoneses, entre otros. Pese al paso de los siglos, el resto de casas reales de la vieja Europa parecen monarquías en prácticas al lado de los Windsor. Ni la medidísima expulsión de Marichalar del entorno de la Zarzuela ni el encarcelamiento de Urdangarín ni la aparente amnesia de la hermana de Felipe VI resultan equiparables al navajeo de sangre azul que se disputa hace décadas en los castillos de la noble Inglaterra. La monarquía, cuyos títulos y privilegios procedían directamente de Dios, representa una institución altamente anacrónica en el siglo XXI. Frente al todavía desmesurado poder de la Iglesia se asume la legitimidad indiscutible del laicismo. Por eso resulta tan llamativo escuchar el juramento de lealtad al Rey de España pronunciado por varios miembros del gabinete, de Garzón a Montero, incluso del propio presidente del Gobierno tras salvar la investidura. Sospecho que una mayoría del nuevo Ejecutivo alberga convicciones republicanas que ayer echaron a un lado al tomar las carteras de sus ministerios. Nadie duda de que el ruido antimonárquico está fundamentado en el deseo de una representación cualificada de la población, pero atendiendo a las noticias que llegan de Londres, lo de España y su monarquía es una balsa de aceite.
