Hay amplios sectores de la nueva derecha mundial que consideran una anomalía indignante que el hijo de un obrero de la construcción pueda estudiar una carrera y convertirse en un reconocido neurocirujano. Para los influyentes defensores de esta línea de pensamiento neocon, la permeabilidad social generada por el Estado de Bienestar, que permitió a las familias trabajadoras mandar a sus hijos a la Universidad, supuso la ruptura de un «orden natural», que asignaba a cada clase un puesto fijo e inamovible en el escalafón de la sociedad. Si se contemplan las cosas desde este punto de vista, se llega a una conclusión evidente: no es una casualidad que todos los partidos conservadores del mundo centren en la educación sus principales batallas políticas contra los gobiernos de izquierdas; estamos ante un intento claro de revertir una situación que consideran inaceptable, ya que abre una brecha en un sistema de privilegios que se ha prolongado desde la noche de los tiempos sin apenas interrupciones.

El enemigo a batir se llama educación pública, gratuita y de calidad. Cuando un partido de derechas está en el Gobierno dedica todos sus esfuerzos a masacrar un modelo educativo cuya existencia garantiza algo remotamente parecido a la igualdad de oportunidades y utiliza para ello todo tipo de recursos: reducción de las inversiones públicas en colegios, supresión gradual de las becas, incremento del precio las matrículas en las universidades, implantación masiva de carísimos masters universitarios y apoyo descarado a la enseñanza privada en todas sus modalidades. Cuando un partido de derechas está en la oposición, su principal obsesión es poner palos en las ruedas de cualquier proyecto educativo innovador que haya surgido de una Administración progresista, aunque para ello sea necesario inventarse camelos de la envergadura del pin parental, azuzar conflictos lingüísticos o montar potentes campañas para denunciar una supuesta persecución a los centros privados.

Los países, España incluida, se juegan su futuro en el campo de batalla de la educación. Se enfrentan dos bandos irreconciliables: los que consideran que la enseñanza es un instrumento para construir una sociedad perfectamente jerarquizada dirigida por las élites económicas o políticas y los que están convencidos de que la principal misión de una escuela es abrir el camino hacia un mundo más igualitario y más justo, en el que todas las personas tengan la oportunidad de cumplir su vocación profesional. Es una guerra sin cuartel, sustentada por un debate de alto calado ideológico en el que se contraponen dos visiones opuestas del mundo. Hablar de grandes pactos educativos y de consensos en medio de este estado de tensión permanente es un ejercicio condenado al fracaso, que entra de lleno en los terrenos de la ingenuidad.

Vale la pena señalar que en algunos lugares del mundo esta guerra ha terminado con un vencedor claro: el de los partidarios de la demolición de la educación pública. Solo desde esta perspectiva resulta posible explicar que millones de ciudadanos de un país desarrollado como Estados Unidos hayan votado para presidente a un tipo que ofrecía como proyecto estrella de su programa electoral el desmantelamiento de un primer esbozo de sistema público y gratuito de sanidad. Cabe esperar las reacciones más imprevisibles de unas personas que han sufrido una educación deficiente y descapitalizada, obteniendo toda su formación de las delirantes proclamas de los predicadores televisivos o de los discursos simplistas de tertulianos de ultraderecha.

Conviene separar lo sustancial de lo accesorio y no dejarse engañar por las demagogias interesadas. En estos precisos momentos, se está jugando un violento combate ideológico a vida o muerte de cuyo resultado dependerá el futuro de nuestros hijos y de nuestros nietos.