El independentismo acumula triunfos y derrotas. Al principio fue el éxito porque la sentencia del Constitucional, corrigiendo el 2010 el Estatut del 2006, y la airada reacción contra la crisis, hicieron que el separatismo saltara al 47% del voto en las elecciones catalanas del 2012 y 2015. Pero el reverso de la medalla fue que incluso en tiempos muy propicios, no llegó al 51% del voto.

El momento de oro fue cuando, tras la famosa «consulta» del 2014 que convocó a muchos catalanes e irritó a Rajoy, Artur Mas (CDC) y Oriol Junqueras (ERC) pactaron una lista electoral conjunta, Junts pel Sí. Pero aquello no fue bien ya que en el 2015 sólo logró el 39,6% de los votos y 62 diputados frente al 44,4% y 71 diputados del 2012 cuando ambos partidos fueron separados. Solo les salvó las CUP, que pasaron del 3,5% al 8,2% y así el total separatista logró el 47,8% de los votos y 72 diputados (la mayoría absoluta es de 68).

La mística unitaria sólo sirvió para aupar a las CUP que exigieron y obtuvieron la cabeza de Artur Mas. El caudillo del «procés» a la tierra prometida fue su primera víctima.

El gran error fue entonces no aceptar la realidad. Seguían con mayoría absoluta en el parlamento, pero no sólo no alcanzaban el 51% sino que habían quedado lejos de la mayoría social abrumadora con la que soñaban. Y además eran rehenes de los antisistema. No sólo no rectificaron, sino que prometieron que con estos resultados estaban legitimados para convocar un referéndum de autodeterminación -haciendo caso omiso del Estatut y de la Constitución- y proclamar unilateralmente la independencia.

Lo hicieron con las leyes de desconexión del 6 y 7 de setiembre del 2017, con el ilegal referéndum del 1 de octubre y con la posterior proclamación de la independencia. Todo acabó con el 155 de Rajoy (apoyado por el PSOE), la huida de Puigdemont y el ingreso en prisión de Junqueras y otros dirigentes.

Un mal negocio. Por muchísimos motivos y porque la subsiguiente e inevitable judicialización ha acentuado heridas y envenenado el conflicto.

Pero el soberanismo logró hacer de aquella derrota -que revelaba gran incompetencia- una reválida al repetir con listas separadas (JpC, ERC y CUP) la mayoría absoluta en las elecciones del 155 de diciembre del 2017 con el 47,5% de los votos. Tres décimas menos que el 2015 y perdiendo sólo dos escaños (70) pero salvando la mayoría absoluta.

El drama es que el independentismo no ha sabido leer bien el fracaso del unilateralismo del 2017 -poca resistencia interior y nulo reconocimiento internacional- y repensar su programa y estrategia. El separatismo, dividido desde siempre, se ha agrietado todavía más. Unos, curiosamente provenientes de la moderada CDC de Jordi Pujol (aunque no todos) y en cierta sintonía con las CUP, optan por el maximalismo, proclaman que la República catalana sigue viva y creen que la independencia se logrará agudizando los conflictos con el Estado a la espera que las consecuencias (que tildan de represión) indignen a la población catalana.

Sus líderes son Puigdemont y Torra y ya se opusieron al apoyo a la moción de censura contra Rajoy en el 2018, aunque entonces no pudieron imponerse en el grupo parlamentario del PDe.CAT. Ahora creen que la abstención en la investidura de Pedro Sánchez puede perjudicar a ERC, a la que acusan de traición, y favorecerles.

Por el contrario, ERC reconoce a media voz que con el 47% no hay legitimidad suficiente para la independencia y apuesta por acumular más apoyos administrando la Generalitat y reduciendo la conflictividad. Al menos por una temporada.

Y la ruptura se ha solemnizado esta semana cuando los maximalistas -aprovechando la decisión del Supremo y de la Junta Electoral de quitar a Torra el acta de diputado, pero todavía no de presidente- han querido que el Parlament volviera a desobedecer al Supremo. Así la estrategia de ERC y la mesa de diálogo entre los dos gobiernos saltaría por los aires. Y además Sánchez no podría aprobar los presupuestos.

Pero ERC se ha negado a la pulsión del conflicto permanente. Torra ha reaccionado dando por acabada la legislatura y anunciando el adelanto electoral. La ruptura entre Puigdemont y ERC para una guerra sin cuartel en las próximas elecciones -todavía sin fecha- se ha oficializado.

Las dos derrotas del independentismo -no superar el 48% del voto y el fracaso del unilateralismo- han conducido esta semana a un cisma casi religioso entre los dos grandes bloques. Y los cismas -más los odios personales- no auguran nada bueno para los que los padecen.