La salida del Reino Unido de la Unión el viernes, 31 de enero de 2020, y un entorno internacional crecientemente hostil, caracterizado por la competición geopolítica y comercial entre las principales potencias continentales (Estados Unidos, Rusia, China, etcétera), en detrimento del multilateralismo y la inestabilidad del área mediterránea y medio-oriental que circunda al Viejo Continente, obligan a Europa a reforzar su política exterior y de seguridad, así como el papel internacional de la moneda única, para así ser un verdadero actor en la globalización. Si en 1950 el miedo a nuevas guerras entre europeos impulsó el proceso de integración, en los albores de la segunda década del siglo XXI el riesgo de marginalización de una población envejecida y que representa el 6,5% de la humanidad debe hacernos tomar conciencia, tanto a ciudadanos como responsables políticos, de la necesidad de dar un salto cualitativo en la construcción europea.

Porque para pesar en el mundo y defender nuestros valores e intereses, no bastará con actualizar la estrategia elaborada por la anterior Alta Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común, Federica Mogherini, ni la mayor experiencia, asertividad y carisma que confiere al puesto el socialista español Josep Borrell, por necesario y bienvenido que sea este nuevo estilo.

Europa solo será más fuerte en el exterior si se une más en su interior, avanzando hacia una unión política plena de corte federal, mediante la superación de los siempre presentes instintos nacionalistas. El paso a la federación requiere reforzar las competencias de la Unión en materias de naturaleza transnacional, como el clima, las migraciones, la seguridad y la defensa, o la innovación, aumentar sus recursos financieros más allá del actual e irrisorio 1 por ciento del PIB comunitario, permitiendo así realizar tales ambiciones, y completar la unión monetaria (sin lo cual tampoco será posible incrementar el peso del euro en los volúmenes de reservas oficiales y en las transacciones transfronterizas).

Pero también es imprescindible mejorar el proceso de toma de decisiones de la Unión, a menudo paralizado por la pervivencia en el Consejo de la Unión Europea (donde se sientan los gobiernos nacionales) de la regla de la unanimidad en materias tan sensibles como los impuestos, la política social, o la propia acción exterior, y su frecuente aplicación informal en el resto de asuntos. Junto a la eficacia, hay que reforzar el grado de legitimidad de lo que se decide en Bruselas, aumentando el carácter democrático del sistema y su transparencia. Esto requiere reforzar el poder del Parlamento Europeo, para que pueda co-legislar con el Consejo en todas las políticas, presentar iniciativas legislativas (hoy en manos exclusivamente de la Comisión, el ejecutivo comunitario) y ejercer con plenitud el derecho de establecer comisiones de investigación.

Asimismo, el Consejo debe ser más transparente, actuando como una cámara parlamentaria de los Estados, con sus grupos políticos y sus portavoces según la materia de que se trate, como en el Parlamento Europeo. Por último, cabe relanzar la ciudadanía europea, reforzando el conocimiento de la Unión y sus instituciones, con un verdadero currículo común de educación para la ciudadanía europea, el Cuerpo Europeo de Solidaridad, así como iniciativas escolares y culturales que promuevan una memoria histórica compartida.

Una Unión Europea con más competencias para hacer frente a los grandes retos transnacionales como el cambio climático, las migraciones, o la digitalización, con más presupuesto que permita financiar las nuevas políticas, con un euro fortalecido con recursos fiscales propios y eurobonos, con una toma de decisiones más eficaz, democrática y transparente, y una ciudadanía más empoderada y activa, de acuerdo con las reformas más arriba indicadas, estaría en condiciones de actuar en la globalización con la unidad, la credibilidad, y la agilidad que la gravedad y la velocidad de los acontecimientos requiere.

El Tratado de Lisboa, en vigor de 2009, permite avanzar en esta dirección, al menos en lo que respecta al refuerzo de las políticas comunes, la financiación de la UE, e incluso en lo relativo a la toma de decisiones por mayoría cualificada en el Consejo, lo que se podría introducir mediante un acuerdo, unánime eso sí, de los Estados miembros. En cuanto a la iniciativa legislativa del Parlamento Europeo, la presidenta de la Comisión se ha comprometido a acoger las propuestas que emerjan de la cámara. Pero reformas como la extensión de la codecisión legislativa para que el Parlamento participe en igualdad de condiciones en la determinación de la política tributaria o en la fijación de los recursos propios (los ingresos del presupuesto comunitario) con el Consejo desbordan el marco actual de los Tratados.

En todo caso, es un hecho que no ha habido voluntad política por parte de la mayoría de los gobiernos nacionales para explotar todas las posibilidades que ofrece el Tratado de Lisboa. La comunitarización de la política migratoria sigue encallada en el Consejo, al igual que la tributación de las multinacionales digitales, la armonización de la base del impuesto de sociedades, o la culminación de la Unión Bancaria mediante el establecimiento del seguro europeo de depósitos. Tampoco se han activado las pasarelas que permitirían decidir en algunas materias por mayoría cualificada en lugar de la unanimidad. Y varios países, como Holanda y Dinamarca siguen bloqueando el incremento del presupuesto multianual hasta el 1,1% del PIB europeo que propone la Comisión (el Parlamento Europeo reclama el 1,3%), lo que hace difícil financiar nuevas políticas como el Pacto Verde para la transición ecológica, la acogida de inmigrantes, o triplicar las becas Erasmus, sin perjudicar capítulos tradicionales como la Política Agrícola Común o los fondos de cohesión.

Para superar estos bloqueos podría ser positivo generar una nueva dinámica, aprovechando también el arranque de la novena legislatura en el Parlamento Europeo. La Conferencia sobre el Futuro de Europa propuesta por el presidente Macron, y respaldada por la presidenta Von der Leyen, puede ser una oportunidad para alcanzar un gran pacto político general que permita sacar adelante los dossieres pendientes ofreciendo compensaciones en las materias que son de interés para los Estados que se oponen a determinados avances. Por ejemplo, un mayor compromiso en materia de seguridad y defensa, de interés para los países del Este, podría facilitar el acuerdo migratorio.

Pero sobre todo, esta conferencia, en la que el Parlamento Europeo ha propuesto en su resolución del 15 de enero que participen ciudadanos, la sociedad civil organizada, y los parlamentos nacionales, además de los propios eurodiputados, la Comisión, y los gobiernos, debe servir para proponer un tratado constitucional que incorpore al Derecho primario nuevas políticas, como la dimensión social y los objetivos de neutralidad climática, pero que también actualice el funcionamiento de las instituciones comunes de acuerdo con los principios antes reseñados para aumentar su eficacia, democraticidad y transparencia. Cuando el mundo cambió, en 1989, con la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, Europa dio el gran salto que supuso el Tratado de Maastricht, que instauraba la moneda única, y la Política Exterior y de Seguridad Común. Ahora, es imprescindible culminar la unión política federal mediante un nuevo tratado, si Europa no quiere ser marginada en un mundo interdependiente y globalizado, pero en el que el orden multilateral nunca ha estado más amenazado, mientras otras potencias nos toman la delantera en la carrera tecnológica y geopolítica.