Los profesores de la Facultad de Ciencias de la Información gastaron un montón de horas en enseñarnos a los aspirantes a periodista que existía una frontera muy clara entre dar noticias y sembrar el pánico. Nos explicaron que con las cosas de comer no se juega; que cuando uno entra en el delicado terreno de la denominada información de servicio (crisis sanitarias, grandes catástrofes o desastres meteorológicos) ha de contar hasta 20 antes de darle rienda suelta a su repertorio de adjetivos grandilocuentes y refrenar en lo posible la natural tendencia de los profesionales del sector a usar de forma indiscriminada las metáforas más dramáticas. Varias generaciones de directores y de redactores jefes sensatos nos machacaron esta idea temporal tras temporal, riada tras riada e incendio tras incendio. Al final, entre todos consiguieron meternos en la cabeza unas necesarias dosis de prudencia y de seriedad, que nos obligaban a abordar este tipo de asuntos con la responsabilidad del que sabe que un titular equivocado o exagerado puede contribuir a complicarle la vida cotidiana a mucha gente.

Y en esas estábamos, hasta que llegaron primero las teles privadas y después, internet. De repente, un día, alguien descubrió que acojonar a la ciudadanía es un sistema perfecto para subir las audiencias y para reventar las redes sociales. No había telediario en el que no se pronunciaran una decena de veces palabras como escalofriante y dantesco. Los alegres voluntarios del periodismo ciudadano llenaban su Facebook o su Twitter de toda clase de rumores espantosos y de fotografías amañadas que te ponían los pelos de punta. Alarmar al personal, utilizando los trucos más apestosos de la prensa amarilla de toda la vida, se había convertido en una próspera industria, mientras los profesionales y los medios que seguían empeñados en confirmar las noticias antes de lanzarlas al aire eran contemplados como una patética banda de pichafrías, incapaces de afrontar los retos de la nueva era de la comunicación.

Los practicantes del «burro grande, ande o no ande» llevan tres semanas en estado de éxtasis periodístico permanente. Por alguna extraña conjunción astral, se les ha juntado en cuestión de días una borrasca de grandes dimensiones y una epidemia que viene desde la mismísima China misteriosa. Gloria y el coronavirus de una sola tacada, no se puede pedir más. A partir de ahí, han desplegado todas sus habilidades, que son muchas. Los espacios de meteorología de los informativos televisivos se han convertido en algo parecido a un show de variedades, en el que los hombres del tiempo gesticulan y dan saltos sometidos a un paroxismo continuo de nevadas históricas, vientos asesinos y lluvias catastróficas. Ante la crisis sanitaria, la reacción no ha sido mucho mejor. A saber: expertos asustando al personal a jornada completa, tertulianos que no saben nada de sanidad pontificando sobre virus y bacterias y un estado forzado de histeria y de terror, provocado por un tratamiento informativo que para sí quisiera la epidemia de la peste negra que asoló Europa durante la Edad Media.

En los hospitales de Madrid se colapsan las urgencias con pacientes griposos con fiebre y tos, que exigen un análisis inmediato para comprobar que no está afectados por el virus fatal. Por las calles de las ciudades, la gente empieza a mirar a cualquier persona con rasgos orientales como si fuera una amenaza para la salud pública. Aunque nos parezcan reacciones desmesuradas, son efectos más que comprensibles de un bombardeo mediático permanente, en el que el rigor y la claridad han sido sustituidos por la tendencia a llenar horas y horas de programación con una sobredosis de morbo que sólo persigue mantener fija la mirada fascinada del espectador.

Junto al legítimo derecho a ganar dinero, las empresas periodísticas tienen también la obligación de ejercer de servicio público. Para muchos, esta responsabilidad cívica ha desaparecido en medio de una furiosa pelea por las audiencias que está contribuyendo a debilitar aún más la escasa credibilidad de un maltrecho periodismo perseguido por todos los males de este mundo.