El debate sobre la eutanasia, en los medios de comunicación, se produce siempre en el contexto de la asistencia médica. Habría que preguntarse por qué. Por qué no se pide ayuda al bioquímico o al farmacéutico, que podrían disponer de más información sobre sustancias letales, por qué no se pide la ayuda del veterinario, que sin duda tiene más experiencia en la administración de inyecciones letales. Sin duda, su objeto es mitigar la indignación ética que produce espontáneamente la idea de procurar la muerte de una persona, «lavándola» con la imagen social del médico, vinculada a procurar el bien del enfermo. Pero la consecuencia final de esa vinculación del médico con la eutanasia puede no ser la deseada construcción de una buena imagen de la eutanasia, la consecuencia puede ser la destrucción de la buena imagen del médico. Es lo que sugiere la experiencia de Bélgica y de los Países Bajos: han recorrido ya toda la «pendiente resbaladiza» que va desde la «eutanasia voluntaria» para casos de dolor invencible y enfermedad incurable, pasando por la «eutanasia no voluntaria» de aquellos enfermos inconscientes de los que «se supone» que pedirían la muerte si pudieran, hasta la «eutanasia involuntaria» de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se les consulta -la misma eutanasia que ya aplicaron los nacionalsocialistas alemanes en los años 40- y el resultado ha sido la quiebra de la necesaria confianza en el médico. En consecuencia, los enfermos graves que se lo pueden permitir cruzan la frontera para buscar asistencia sanitaria en otros países.

¿Qué pensar de la «eutanasia voluntaria»? ¿No es precisamente la aparición de ese deseo el síntoma, por ejemplo, de una depresión? Una persona en tales circunstancias posiblemente satisfará todas las condiciones restrictivas para tener derecho a la eutanasia activa: la persistencia del deseo de morir, la capacidad de consentimiento, la competencia de juicio, la consulta médica, etcétera. Sólo que su deseo de morir no es voluntario. Lo que necesita una persona que en esta situación solicita ayuda no es ayuda para morir, sino ayuda para vivir.

En cuanto a la «eutanasia no voluntaria» y la «involuntaria», se confunden con la voluntaria desde el mismo momento en que se acepta la eutanasia voluntaria como una buena acción, puesto que una buena acción no debería negarse a quien no puede solicitarla. Y entonces los fondos públicos para ofrecer cuidados paliativos corren peligro de ser recortados, pues es mucho más barato recurrir a la eutanasia que instalar en los hospitales unos costosos servicios para el acompañamiento hasta el final de estos pacientes: lo determinante para la implantación de la eutanasia activa no son ya criterios éticos, ni siquiera médicos, sino económicos y empresariales.

Según datos de los médicos que se dedican a ella, la medicina paliativa moderna está en condiciones de aliviar el dolor al 99% de los pacientes, y posibilitar una vida digna y sin sufrimiento. Los pacientes bien atendidos con la medicina paliativa casi nunca manifiestan el deseo de acortar su vida. Pero, dándole la espalda a esta realidad «incómoda», los medios de comunicación insisten una y otra vez en la agonía dolorosa, aumentando el miedo a la muerte y preparando el terreno para la implantación final de un modelo de sociedad que se apoya sólo en el sentimiento para elevar la irreflexión ética a la categoría de argumento. Hay que subrayar que quien abre el derecho positivo a la legalización del homicidio asistido lo deja reducido a un simple acuerdo, modificable a discreción, para eliminar problemas, y se olvida de que el derecho extrae su legitimación última de un discurso ético fundamentante.

Se sugiere que en determinadas condiciones de salud o de discapacidad no se puede exigir que se siga soportando una vida semejante. Habría que preguntar quién no pueden seguir exigiendo a quién, qué es exactamente lo que no se puede seguir exigiendo, y qué consecuencias tiene esa inadmisibilidad, y para quién en concreto.

-¿No se le puede seguir exigiendo al discapacitado o a la persona que padece grave sufrimientos que viva su propia vida, y por eso nos hacemos cargo de ella anticipadamente de un modo tutelador, patriarcal?

-¿No se le puede seguir exigiendo a la sociedad que ayude a quienes sufren de ese modo, porque ello comprometería una parte importante de los recursos económicos de los que dispone para la atención sanitaria, y por eso se les quita la vida?

-¿O es a la familia cuidadora a la que no se le puede seguir exigiendo que haga frente a ese sufrimiento? Dicho de otro modo, ¿es a los sanos a los que no se puede seguir exigiendo que se ocupen de los enfermos o discapacitados? Pero entonces, ¿no habría que remediar primero, mediante ayudas, la situación de los cuidadores, en vez de eliminar a aquellos a los que hay que cuidar?

-¿O es el enfermo quien llega a creer que no debe seguir exigiendo a los demás que se ocupen de él, y ponga fin a su vida por compasión hacia sus familiares? Por desgracia, una y otra vez ocurre que el paciente, con fundamento o sin él, se siente empujado a no ser una carga para sus familiares. Frente a esta tendencia debe ser o hacerse posible transmitir de palabra y con hechos al enfermo y al moribundo el mensaje de que es querido, y que se desea su presencia y su compañía hasta el último día.

No, el argumento de la compasión no es sacrosanto ni está a salvo de toda sospecha. Debe ser examinado críticamente, y enérgicamente. Quizá incluso hasta vigilado con recelo: no se le puede conceder el marchamo de «calidad humanitaria» sin superar antes un examen riguroso.