El protagonista de esta historia se llama Philip Alston. Es un profesor universitario australiano, enviado a España por la ONU como observador independiente de la situación del país. Durante doce días recorre seis comunidades autónomas y no le gusta lo que ve. Comparece ante los medios de comunicación y dibuja el retrato terrible de un lugar en el que millones de personas sobreviven al borde de la pobreza y en el que los sistemas de protección social están seriamente averiados. Alston habla de gente que vive en vertederos, de recogedores de fresas que soportan en Huelva condiciones de vida parecidas a las de los campos de refugiados de Grecia, de familias desahuciadas de sus casas, de ciudadanos que sufren graves problemas para llegar a final de mes y de administraciones públicas que se pasan unas a otras la pelota en un intento patético de quitarse de encima las responsabilidades. Por si esto fuera poco, este testigo incómodo de nuestra realidad expresa su sorpresa, cargada de indignación anglosajona, ante la manga ancha que muestran los diferentes gobiernos en materia de impuestos y ante la incapacidad de las instituciones para cortar una evasión fiscal de infarto. El representante de la ONU nos deja sobre la mesa el mapa de una España partida en dos: en un lado están los afortunados que lograron capear el temporal de la crisis de 2008 y en el otro, una interminable lista de víctimas que han quedado descolgadas para siempre de la rueda de la prosperidad.

Se supone que un análisis tan descarnado tendría que generar una fuerte alarma social y un inmediato y violento debate público. La descripción realizada por Philip Alston no es el relato más o menos interesado de un periodista freelance o de un dirigente político en visita turística por España. Este brutal diagnóstico está avalado por la credibilidad del organismo de mayor rango internacional, la ONU, y tiene el valor añadido de haber sido realizado por un personaje que carece de adscripciones políticas concretas y que no tiene ninguna vinculación particular con nuestro país. Pues de eso, nada. En contra de las más básicas leyes de la lógica, esta preocupante denuncia no se ha convertido en motivo de enfrentamiento entre los partidos, no ha tenido apenas minutos en las omnipotentes tertulias televisivas y lo que es peor, ha pasado por la actualidad informativa con esa triste sordina que afecta a los asuntos secundarios que parecen no interesarle a nadie.

Habría que preguntarse por la naturaleza de esos temas «realmente importantes» que han desplazado del primer plano del debate a esta certera radiografía de un país atascado en una grave crisis social. La respuesta a esta pregunta es decepcionante. Mientras ignorábamos las afirmaciones de este dirigente internacional, los españoles nos dedicábamos a hablar de lo de siempre: de la última salida de tono de Rufián, de las misteriosas expediciones nocturnas de Ábalos a Barajas, de la enésima metedura de pata de la presidenta de Madrid, de los delirios independentistas de Torra, de las propuestas neofranquistas de Vox, de los ejercicios espirituales de fin de semana del Gobierno, del runrún agotador sobre alianzas entre partidos o de inacabables disquisiciones sobre las bondades y las maldades de un país, Venezuela, situado a miles de kilómetros de distancia.

La inesperada aparición de Philip Alston ha sido recibida con ese sentimiento de incomodidad con que se enfrenta una familia a la llegada a su casa de un visitante inoportuno. Las derechas y las izquierdas han coincidido en el desprecio hacia una valiosa aportación externa, que por lo menos debería hacernos pensar. Aquí, todo el mundo va a su bola y las opiniones de un tipo que viene de fuera (por muy alto directivo de la ONU que sea) parecen molestar. Hay un extraño acuerdo no reconocido que nos empuja a seguir centrados en la pirotecnia de lo accesorio, mientras nos olvidamos de lo verdaderamente sustancial. Es triste reconocerlo, pero es la pura realidad.