Eva y David se han divorciado. Una cosa rápida, sencilla, civilizada. Su hijo Sergi de seis años, corretea detrás de ella por el salón, mientras le esconde el osito de peluche detrás de la espalda. ¡Dámelo! ¡Me lo trajo papá cuando volvió de viaje! Y se acerca a ella como si quisiera refugiarse en un abrazo, pero, entonces le arrebata el osito. ¡Te engañé!, ¿eh? Y ríe mientras mira a su madre correteando por el salón. Ella lo mira, sorprendida, como si lo viera por primera vez. Allí está su hijo, nuestro hijo, con esos despiadados ojos azules, impecablemente cándidos y puros. Un niño como ningún otro, con su poderosa y agresiva existencia, atravesando la realidad con sus puñitos, como si fuera el único niño de la tierra.

Se oye un giro de llaves en la puerta. ¡Papá! ¡he creído que eras un ladrón! El rostro tenso de Eva emite un sonido glacial: ¿cómo es que has entrado? ¡Habíamos quedado en que tú dejabas aquí la llave! David, se agacha para besar a Sergi. Ya hablaremos. Y Sergi, le dice: Papá, ¿por qué no te quedas a dormir aquí como antes? Pero Sergi, le dice ella, ya te lo hemos explicado muchas veces: los padres se separan por problemas entre ellos, no por los niños. Los niños serán siempre lo que ellos más quieran en el mundo. Y mientras habla, piensa: que cómodo esconderse detrás de esa palabra de adultos: padres. No mamá y papá. No papá y yo. No nosotros. No nosotros dos, Eva y David. Jamás volverán a ser tres. Se han convertido en cuatro, en dos bloques. En dos parejas separadas: Eva y Sergi, David y Sergi. Porque Sergi ya ha decretado que su relación con ella no es la misma que con él. ¿Con que parte te quedas mami? Nunca me vas a poder tener todo entero. La mitad de mí siempre será fruto de tu imaginación.

David se sube a Sergi a hombros para llevarlo al colegio. Y mientras camina siente sobre sus hombros el peso de su hijo y el peso de todos sus hijos que nunca nacieron y nunca nacerán, el peso de las humillaciones, el peso de su deseo de vengarse de Eva. Mientras continúan por la calle, de las ventanas abiertas brota el suave golpear de las cucharas en los tazones de Cola-Cao, retazos de tranquilas conversaciones de familias, llenas de palabras tan vulgares como papá, mamá, casa, hermanos, vacaciones, excursión. Palabras que ahora duelen más que nunca. Estamos plantados en el pasado y solo volveremos a brotar de él, le dijo una vez su padre.

Una semana más tarde le toca el niño a Eva. Al fin madre e hijo solos. Y al llegar a casa, ese monumento vivo del pacto que lo concibió, ese niño delicado, con un rostro que nunca se cansa de contemplar, está triste, como un príncipe recién llegado al exilio. Y sin mirarla a los ojos le pregunta: ¿Por qué no somos una familia con una casa, como son las familias de mis amigos? Y la angustia, se hace tan sólida que le cierra la garganta sin dejarla respirar. ¿Por qué no se divorciarán los padres de sus amigos? ¡Divorciaos al menos un poco! ¡Así mi hijo vivirá una vida como la de sus amigos de padres separados! ¡Y todos vivirán en la islafindesemana sin papá, o en la islafindesemana sin mamá! ¡Y aprenderán que hay días de papá, días de mamá, que no se pueden mezclar! ¡Los niños son fuertes! ¡Se acostumbran a vagar de casa en casa! ¡Se acostumbran a despertar sin saber en qué casa están!

A la semana siguiente Eva está libre. Despierta en su casa silenciosa, medio vacía, que nunca volverá a tener el susurro de un padre y un hijo, ese ruido tan cálido y natural, que lleva seis años acompañándola, y que no va a oír nunca más aquí. El alboroto de un hijo con su padre. Lo que yo haga con el niño, ya nadie lo escuchará. Ni lo que haga David con él. Serán murmullos que se escaparán por las ventanas devorados por el asfalto. El ruido de ellos, ya no tendrá quien diga, a mí me está destinado. Una casa sin la mitad de las fotos, esas fotos donde todavía eran una familia. Una casa con un hijo alquilado por horas que ahora no está.

Sergi, el hijo es lo único que los une. El puente que cuelga sobre el abismo de las aguas podridas del resentimiento y el desprecio que hay entre sus padres. El niño puentea, a su pesar, las dos orillas de Eva y David, que quieren tenerlo en uno de los lados, el suyo. Pero Sergi es de los dos. Es y será puente. En cada célula de Sergi, se enrosca un ADN, mitad de Eva y mitad de David. Es y será amor, siempre. Un hijo es casa, donde habita la carne de la madre y la carne del padre, donde habitan todas las posibles palabras de amor que se dijeron, dicen o podrían decirse un padre y una madre. Los hijos son aquel territorio donde la carne y los sueños se mezclan, sin poderlos deshacer. Los puentes, puentes son. Aunque se agrieten sobre aguas turbulentas y podridas, están por encima de ellas. Amor que queda, siempre, más fuerte que el odio.