La cuestión territorial se sitúa en el centro del gran atasco reformista español. No es el único elemento que actúa paralizando la política (hay indudablemente muchos otros, empezando por la calidad del debate público que se suscita en nuestro país), pero sí el que por irradiación termina emponzoñando el resto de asuntos. ¿Permitiría una paz autonómica recuperar las iniciativas modernizadoras? Se trata de una pregunta para la que no tenemos respuesta, porque el propio vocabulario de las ideas que maneja la clase política no anima al optimismo. Los grandes problemas se hallan localizados y perfectamente delimitados en su perímetro más preciso, pero los costes a corto plazo son altos y los remedios, imperfectos. Aunque los siglos de retraso se abrevian con la educación -en célebre cita del escultor vasco Jorge Oteiza-, la escasa cultura y la falta de tradición burguesa siguen pesando en nuestra contra. Por ejemplo, cierto escapismo que esconde los errores y las dificultades bajo la sombra del paso del tiempo: el futuro ya nos ofrecerá una solución. El supuesto contrario también nos sirve: la peligrosa sobreactuación en materias de tipo moral o ideológico, a modo de cortinas de humo, para ocultar déficits mucho más concretos e inquietantes.
