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Nuevas religiones

Una amiga nos cuenta que en su trabajo habían organizado unos turnos semanales para que cada uno de los empleados -eran pocos, cinco en total- llevase la comida en túper para todos los demás. Así podían librarse durante cuatro semanas de la engorrosa obligación de prepararse la comida para el trabajo (no hay cantina en su empresa y trabajan en una oficina perdida en un polígono industrial que parece un escenario postapocalíptico para serie de zombies). El caso es que todo funcionó bien hasta que le llegó el turno semanal a un compañero recién llegado al trabajo. A la hora de comer, cuando el hombre abrió los cinco túpers que había preparado, cada uno de los comensales se encontró con una especie de bizcocho negruzco (que tenía la textura de un ladrillo), y a su lado, dos castañas a modo de dos fieles peones escoltando a la reina del tablero. Aquello era todo. "¿Este es el menú?", se atrevió a preguntar -con un hilo de voz- uno de los compañeros de trabajo. "Pues sí. Es que me había olvidado de deciros que soy vegano", respondió el cocinero. El bizcocho resultó ser una tarta de quinoa y algarroba. Las castañas eran evidentemente castañas (Catanaea sativa). Sin pelar, por supuesto. Y recién cogidas del árbol. Aquella semana se terminó el experimento comunal de los túpers a la hora de comer. Cada uno volvió a llevarse su propia comida al trabajo.

Es evidente que hay docenas de menús veganos que pueden ser apetitosos y suculentos, pero aquel compañero de trabajo había optado por una especie de mortificación religiosa a la hora de elegir su militancia vegana. Comer, en cierta forma, era un crimen contra la naturaleza. El disfrute -el mero placer sensual de engullir alimentos sabrosos y bien cocinados- era una forma de violentar la austeridad esencial de la Madre Tierra. Y todo lo que fuera hedonismo y buen humor era una manifestación del carácter destructivo de los humanos que estamos destruyendo nuestro planeta y estamos llevando esta civilización hacia un final paroxístico (el cambio climático, el apocalipsis energético, la desigualdad social). Más o menos, esta era la forma de ver el mundo de aquel hombre (mi amiga nos lo fue contando todo a lo largo de la charla). Era la visión de alguien que concebía la vida como un angustioso proceso de mortificación por el simple hecho de estar vivo. El humor, la ironía, la conversación, los viajes, o el simple placer de charlar mientras se tomaba una cerveza en una terraza frente al mar, le parecían vicios abominables indignos de una persona consciente del destino inexorable del planeta. Vivir, para aquel hombre, era sufrir, castigarse, culparse de todo lo malo que ocurría (y para él nunca ocurría nada bueno). Su ideal de vida -aunque no fuera consciente de ello- eran los monjes trapenses, aquellos ermitaños que vivían en cenobios, casi sin hablar, casi sin comer, dedicados a la oración y el silencio.

Lo curioso del caso es que hay miles de personas -casi todas jóvenes- que se han apuntado entusiasmadas a esta forma de vida. Son puritanas, desconfiadas, neuróticas. Desconfían del hedonismo, del humor, del bienestar, de los simples placeres elementales. Profesan una especie de rigorismo moral que les impulsa a odiar la música, el baile, el sexo (que son decadentes y corruptos y cómplices con la destrucción del planeta). Y aunque es evidente que la civilización actual se funda en el consumo desaforado y en una explotación suicida de todos los recursos naturales, uno se pregunta si es necesario adoptar un modo de vida tan fúnebre y tan neurótico. Y lo peor de todo es que muchas ideologías actuales -el feminismo, el animalismo, el nacionalismo radical, la defensa de los valores de Occidente por parte de los ultras, el veganismo, el anticapitalismo, la lucha contra el cambio climático- se conciben como una religión que no admite dudas ni contradicciones. Quien ponga en cuestión algunos de los preceptos -aunque sólo sea en algunos aspectos secundarios- es un réprobo y un hereje. Quien cuestione al líder -o a la lideresa- es un traidor peligroso que debe ser inmediatamente expulsado y denunciado. El mundo está en peligro y todos debemos luchar para salvarlo.

Si uno recuerda los años 80 y 90, parecen años de excesos goliardescos y de frívola irresponsabilidad en la que todos los que los vivimos intentábamos curarnos de los delirios ideológicos de los años 70 (los años de la ideología llevada hasta sus extremos, que en muchos casos incluían la adoración por la violencia y el terrorismo). No sé por qué, pero parece que nuestro clima moral está volviendo a aquellos años oscuros.

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