Vamos demasiado rápido. La realidad de un mundo acelerado, en el que los clics de las redes sociales marcan el ritmo del pensamiento, nos obliga a tomar partido en cuestión de segundos sobre temas muy complejos, que merecerían una reflexión reposada. Metidos en medio de esta vorágine, los riesgos de meter la pata crecen de manera exponencial. La situación vivida en torno a las acusaciones de acoso sexual a Plácido Domingo es un ejemplo ilustrativo de la imposibilidad de simultanear esta endiablada velocidad con los análisis rigurosos. En cuestión de unos pocos meses, los aplausos multitudinarios, las defensas periodísticas incendiarias y los homenajes encubiertos en torno a la figura del tenor han quedado convertidos en un material patético e indefendible, que pone en duda la solvencia ética o intelectual de sus promotores. La difusión de los primeros datos sólidos de una investigación realizada en Estados Unidos en la que se confirma la implicación del cantante español en casos concretos de abuso de poder con una veintena de mujeres y la admisión de responsabilidades por parte del acusado, con la correspondiente e inútil petición de disculpas públicas, han convertido aquellas ceremonias de autoafirmación en rituales vergonzantes de los que sus protagonistas huyen ahora como de la peste.

Cuando el escándalo estalló en la prensa norteamericana, Iñaki Gabilondo (maestro de periodistas y heroico militante del sentido común) resumió su posición con un razonamiento que venía a sonar más o menos así: es demasiado pronto para empezar un linchamiento, pero tampoco hay ninguna necesidad de meterse en una espiral de adhesiones inquebrantables hacia el personaje. Como era de esperar, casi nadie hizo ni el más mínimo caso de esta apelación a la prudencia. El país se dividió rápidamente en dos bandos: los que tras las primeras noticias periodísticas exigían la urgente ejecución civil de Plácido Domingo en la plaza pública y un amplio sector del mundo de la cultura y del periodismo, que negaba rotundamente las acusaciones, iniciando de inmediato una apasionada defensa del tenor, en la que su brillante trayectoria musical se utilizaba como principal argumento a la hora de negar una conducta personal reprobable.

Mientras la evidencia de los hechos obliga a más de un ilustre columnista a comerse con patatas sus encendidas hagiografías sobre el más internacional de los tenores españoles, llega inevitable una pregunta complicada: ¿por qué millones de personas se sienten obligadas a opinar cada día de todo y de todos sin tener en sus manos los mínimos elementos necesarios para hacer un juicio más o menos fundamentado? La respuesta a este interrogante solo se puede hacer recurriendo a aquella vieja frase que decía que «las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene el suyo». Con la misma irresponsable frivolidad expresaban su veredicto los partidarios de enviar a Plácido Domingo a los infiernos tras la aparición de los primeros titulares y aquellos fans acérrimos que insistían en que todo se debía a una jugada siniestra de un grupo de mujeres empeñadas en obtener notoriedad o dinero subiéndose al carro del caso Weinstein con unas acusaciones falsas.

Estamos ante un panorama doloroso y poco edificante, que por lo menos ha servido para dejarnos una lección clara. Todo el mundo, incluidos los personajes públicos cargados de fama y de honores, tiene derecho a acogerse a la presunción de inocencia; sin embargo, la existencia de este beneficio incontestable no debe impedirnos perder de vista a las víctimas, la parte más débil del contencioso. La agresividad y la falta de respeto con que ha sido tratado un grupo de mujeres que se han metido en una situación personal muy compleja al denunciar un trato vejatorio es, sin ningún género de dudas, la parte más bochornosa de esta sórdida historia de abusos de poder y de injustificables complicidades.