La condición humana ha entrado de lleno en la política estos días como una metástasis irreversible. La prueba de sus más bajos instintos particulares se ha colado con el anteproyecto de Ley de Libertad Sexual defendido por Irene Montero, la inmediata y airada respuesta socialista y la réplica de Pablo Iglesias y el conjunto podemita. El enfrentamiento, por razones sectarias y personales, más que ideológicas, puede darnos una idea de lo que será la legislatura entre los dos socios, de seguir así. La figura de Iglesias cobra un gran protagonismo, sin que los demás dejen de tenerlo, de Calvo a Sánchez, y de Montero a Juan Carlos Campo, el ministro de Defensa que ha visto lagunas equivalentes a mares en el texto que deja la desigualdad de la mujer en un asunto subsidiario para sus señorías en relación a las escaramuzas entre la izquierda que ocupa el poder. Digo protagonismo, porque todo lo que ha emprendido el líder de Podemos se ha vuelto políticamente en contra suya: creció denunciando los abusos de la casta y ha terminado por ejemplificarla. Nadie en la actualidad es más casta que Iglesias si se suma el casoplón de Galapagar a la duplicación de sueldos, y su último discurso de los doce años de mandato en el partido. Nadie tampoco ha exudado como él el líquido afectivo y personal desde un gobierno saliendo a defender públicamente como vicepresidente a su pareja, la ministra, en un asunto además que atañe al feminismo. También es cierto que en nuestra democracia jamás había coincidido un matrimonio de ministros en el Ejecutivo, algo que debería aportar materia de reflexión sobre los cambios que Iglesias y Montero en la casta que tanto criticaban. Todo ello sin contar con la parábola del burlador burlado, inductor de feroces escarches contra sus adversarios políticos en la Universidad, y que ahora tiene ya la ocasión de probar la misma medicina de quienes lo acusan de ser un "vendeobreros".
