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Joaquín Rábago

Los refugiados sirios y la desunión europea

Estaba meridianamente claro cuando la Unión Europea firmó el polémico acuerdo sobre refugiados con Recep Tayyip Erdogan que aquélla corría el riesgo de convertirse en rehén del presidente turco.

Es lo que ha terminado sucediendo: el autócrata de Ankara eleva cada vez más el precio de su ayuda a los europeos, y ahora algunos de los socios se niegan a aceptar lo que califican de claro chantaje.

A instancias sobre todo de Berlín, la UE aceptó pagar al Estado turco 6.000 millones de euros hasta 2025 para que se hiciese cargo de los refugiados que no quería Europa, y Ankara cumplió más o menos durante algún tiempo lo acordado.

Al mismo tiempo, los europeos parecieron mirar para otro lado mientras el presidente Bashar al-Ásad, con ayuda de rusos e iraníes, trataba de reconquistar la parte del territorio sirio todavía en poder de los rebeldes, muchos de ellos islamistas, lo que no hacía más que provocar nuevas oleadas de refugiados.

Turquía, hay que reconocerlo, tiene ya más de tres millones de sirios dentro de sus fronteras, y esa guerra que no termina amenaza con expulsar de sus hogares a otros cientos de miles más, lo que convierte la situación, también para los turcos, en explosiva.

Erdogan trata de aprovechar la situación para obligar a la OTAN, de la que su país es miembro, a apoyar la operación contra al-Ásad en la provincia siria de Idlib, último reducto rebelde, mediante al acceso a los datos de sus satélites espías y la instalación de misiles antiaéreos Patriot en la frontera con el país vecino.

No se da tampoco por satisfecho el presidente turco con los 6.000 millones de euros ya prometidos, sino que quiere más, y no ha dudado en transportar gratuitamente a cientos de refugiados desde Estambul hasta la frontera griega para presionar a la UE.

De esa forma, Erdogan ha colocado a los europeos entre la espada y la pared: o aceptan acoger a los refugiados, como estarían obligados a hacer de acuerdo con el derecho internacional, o pagan más a Ankara para que lo haga en su lugar.

Los gobiernos europeos son conscientes de que la llegada de más refugiados a sus países no hace sino llevar agua al molino de la cada vez más crecida ultraderecha populista, por lo que algunos están dispuestos a pactar aunque sea con el diablo para evitarlo.

Entre ellos está el Gobierno de la canciller Angela Merkel, que no quiere que vuelva a repetirse lo ocurrido en 2015, cuando Alemania abrió de par en par las puertas a quienes buscaban asilo e intentó luego infructuosamente que sus socios europeos se repartiesen esa carga.

Berlín sabe que no puede contar para esa labor humanitaria con muchos de sus socios, y no sólo los últimos incorporados al club europeo; tampoco con países ricos como Holanda o Austria, aunque podría al menos confiar en la solidaridad de unos pocos como Francia, España o Portugal.

Parece en cualquier caso inevitable llegar a algún tipo de acuerdo con Erdogan por mucho que pueda repugnar el trato con el autócrata turco si se quiere aliviar la presión migratoria, pero más importante aún sería que Bruselas dejase de mirar para otro lado en el interminable conflicto sirio.

Y para ello debería implicarse directamente, sentarse a una misma mesa con los gobiernos de Rusia y Turquía, enfrentados en esa interminable guerra civil, y presionar a favor de un alto el fuego efectivo que protegiese al menos a la población civil de Idlib, donde está la raíz principal del problema. Lo demás sería seguir poniendo parches.

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