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Joaquín Rábago

El coronavirus, un desafío para los sistemas de salud

La pandemia del coronavirus amenaza con convertirse en un difícil desafío para los sistemas de salud de muchos países, entre ellos los que carecen de un sistema de sanidad universal como Estados Unidos.

Un 80 por ciento de los norteamericanos viven al día y cualquier desgracia que pueda afectar a su salud como una infección virial de ese tipo puede dar un giro total a sus vidas.

¿Cuántos ciudadanos del país más rico del planeta pueden en efecto permitirse, incluso en circunstancias normales, acudir al médico cada vez que lo necesitan?

Pese al llamado Obamacare, la reforma sanitaria del demócrata Barack Obama, que dio cobertura médica a veinte millones de ciudadanos, todavía hay allí al menos veintiséis millones de estadounidenses que carecen de ella.

Muchos pueden verse tentados a no declarar la afección que sufren por miedo a perder su empleo y con él la única fuente de ingresos, lo que, en el caso de enfermedades infecciosas, aumenta el riesgo de contagio.

Es totalmente ridícula, como tantas otras que salen de su boca, la afirmación del presidente Donald Trump de que su Gobierno había hecho "una excelente labor" en la lucha contra ese nuevo virus porque en un país de casi 330 millones de habitantes no llegan a 2.000 las personas sometidas a la prueba del coronavirus.

Incluso en países europeos con sistema de salud mixto - público, privado- pueden producirse a partir de ahora, si es que no se han producido ya, tensiones por la resistencia de las clínicas privadas a admitir a pacientes afectados por ese nuevo virus.

Es algo que preocupa, por ejemplo, y mucho en Alemania, donde escribo esta columna. Las clínicas privadas aspiran siempre a quedarse sólo con aquellos casos que les proporcionan el máximo beneficio sin preocuparse del resto si el Gobierno no las obliga a ello.

A lo que hay que añadir la carencia de personal sanitario en algunos de los países más afectados, como es el caso de Italia, donde muchos jóvenes profesionales se han visto obligados a emigrar tras acabar sus carreras y la sanidad pública ha tenido que recurrir a los ya jubilados, teóricamente más vulnerables en razón de su edad.

También se echa de menor una mayor preparación y colaboración a nivel comunitario a la hora de hacer frente a este tipo de epidemias, sobre todo habida cuenta de los precedentes como el SARS (síndrome respiratorio agudo grave), la gripe aviar o el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS, por sus siglas en inglés)

Muchos políticos y opinadores que siempre defendieron la bajada de impuestos a los ricos quieren ahora que el Estado dedique excepcionalmente más dinero a esa lucha, como ya ocurrió cuando estalló la crisis económica-financiera. Algunos sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena.

Hay que preguntarse también si los medios de comunicación han encontrado el justo equilibrio en su obligación de informar sobre la pandemia o si, como es el caso de muchos, practican un innecesario alarmismo, que ha hecho que en algunos países comiencen a escasear los productos en el supermercado porque los ciudadanos se han dedicado a acapararlos como si fuera a estallar la tercera guerra mundial.

¿Hay que sorprenderse, por ejemplo, de la muerte, a consecuencia del nuevo virus, en algún lugar de España de una anciana de 99 años o de otras personas de edad avanzada de las que se sabe que padecían ya enfermedades del aparato cardiovascular o respiratorio?

Están bien las recomendaciones, como la principal, de lavarse las manos, algo que, por cierto, uno echa muchas veces de menos en nuestro ruedo ibérico cuando va a un bar o a una tienda y ve cómo el camarero o el dependiente utilizan las mismas manos para tocar los billetes de banco y el jamón o el queso.

La nueva pandemia ha puesto, eso sí, de relieve los problemas derivados de la globalización neoliberal de la economía, que convierten en especialmente vulnerables muchas industrias que han deslocalizado a países de mano de obra más barata y menos protección laboral buena parte de su producción.

Nos enfrentamos a un doble shock por la interrupción en muchos casos de las cadenas de producción internacionales con su efecto dominó sobre la oferta de bienes y servicios a escala global y al miedo al contagio, que afecta ya negativamente a actividades que implican contacto con otras personas como viajes, congresos, ferias o eventos culturales y deportivos.

Es como si la propia naturaleza nos impusiera lo que algunos llevan ya tiempo proponiendo: el decrecimiento económico para salvar al planeta.

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