En algún momento indeterminado de la pasada semana se produjo este multitudinario clic. En los cerebros de millones de españoles saltó un extraño resorte y de repente, al personal empezaron a olerle a cuerno quemado los chistes sobre el coronavirus. Los chascarrillos sobre la epidemia, que hace pocos días eran un material infalible para triunfar en internet y en las tertulias de barra de bar, perdieron buena parte de su gracia y sólo eran capaces de despertar gélidas sonrisillas de compromiso. Con la misma rapidez, fueron perdiendo clientela los asociados de esa apocalíptica cofradía de pirados, especializada en sacar a la luz extrañas conspiraciones y todo tipo de teorías estrafalarias para explicar el grave problema sanitario que hoy tiene acogotado a medio mundo.

En cuestión de días se acabaron las «graciosas» historias y de chinos y de italianos, las mascarillas que se usaron masivamente en los carnavales se guardaron en un cajón por si las moscas y ni los humoristas más aguerridos se atrevían ya a meterle mano a un asunto que empezaba a provocar más miedo que risa. Aplastados por un alud de datos y de imágenes intranquilizadoras, los ciudadanos llegaron a la conclusión de que la cosa iba en serio; de que el coronavirus era un acontecimiento muy relevante y de unas consecuencias tan imprevisibles como negativas. Ni siquiera los políticos de la oposición, fervientes practicantes del desbarre y de la frivolidad, se atrevían ya a hincarle el diente de la demagogia a una cuestión llena de aristas y de aspectos muy complicados.

A la hora de explicar este drástico cambio de la actitud, hay que mirar hacia una espectacular acumulación de señales amenazadoras, que han contribuido a disolver en muy poco tiempo hasta el último resto de nuestro legendario espíritu burlón. En primer lugar, hay que referirse al imparable aumento de las cifras de muertos y de enfermos y a la sensación general de que en algún momento de este proceso el sistema público de sanidad puede verse colapsado. Después, ha ido apareciendo una interminable lista de daños colaterales que han contribuido a aumentar aún más si cabe la sensación de tembleque colectivo: dificultades en la industria para obtener suministros, problemas graves en el sector turístico, cierre del Congreso, supermercados con sus existencias agotadas y suspensión de la actividad escolar en las zonas más afectadas. El temor ha subido varios grados en la Escala Richter, tras comprobarse que ni siquiera nuestros rituales más sacrosantos -léase las grandes fiestas populares y el fútbol- estaban a salvo de un terremoto mundial, que poco a poco va dejando sus huellas hasta en los rincones más íntimos de nuestra vida cotidiana.

Aunque el humor ha sido siempre una magnífica herramienta para enfrentarse con los aspectos más sórdidos de la realidad; por lo que respecta a esta historia, la temporada de las risas parece haber llegado a su fin. Millones de ciudadanos han decidido que lo mejor que se puede hacer en estos tiempos inciertos y peligrosos es apretar los dientes, ponerse en posición de saludo ante la autoridad competente y hacer rogativas para que las personas que nos gobiernan actúen con acierto y mesura, desdeñando la tentación de usar criterios políticos para resolver un problema que se debe afrontar en estricta clave sanitaria. Es en estas ocasiones especiales cuando el inmenso aparato de la administración pública está obligado a dar la talla y a justificar su existencia y su enorme poder.

El panorama que se dibuja para los tiempos posteriores a esta grave emergencia planetaria tampoco es precisamente una invitación a la broma. Todos los expertos coinciden en anunciar una importante recesión económica, que conmocionará los mercados internacionales y que afectará especialmente a sectores estratégicos de esta provincia, como la industria y el turismo. Todas las hipótesis de futuro dibujan un paisaje de colores siniestros: acabe como acabe este endemoniado problema de salud pública, al final terminaremos pagando el pato y la factura los de siempre. Y eso? tiene muy poca gracia.