Cuando releemos lo escrito sobre el coronavirus hace pocas semanas apreciamos un aire de frivolidad, de improvisación en las conciencias. Prácticamente nadie fue capaz de predecir los efectos profundos de lo que acontecía y las implicaciones de una pandemia de este tipo en un mundo globalizado. Aunque como hipótesis estaba en los manuales, era una imaginaria distopía que no merecía demasiada atención comparada con otras más esplendorosas. Primer signo de nuestro tiempo: la ciencia avisa más que nunca para ser menos creída. La epidemia era otra noticia con la que debíamos de lidiar, terreno para chistes y casa de fantasías. Pero ahora ha colonizado casi toda la realidad. Todo lo que no es la epidemia está fuera de los bordes, en el país de la lejanía, más allá de la esfera pública.

¿Cómo ha podido suceder eso tan rápida, tan estructuralmente? La clave, creo, está en una paradoja: el coronavirus confirma y niega, a la vez, algunas bases principales de la cultura de nuestro tiempo y así refuerza o debilita, pero se vuelve muy identificable, demasiado. No innova, no regresa al pasado -las soluciones religiosas públicas prácticamente no han existido: esas celebraciones de las epidemias que fueron las procesiones han sido suprimidas-. Una alteración clave ha sido la quiebra del «presente continuo» en el que estábamos instalados desde hace décadas. Bajo las odas a la innovación nos negábamos a innovar socialmente, delegando en máquinas y procedimientos las «mejoras». Emocionados con los mecanismos de lo complicado, olvidábamos la simplicidad apabullante de los mecanismos de la enfermedad. Eso ha saltado por los aires: nunca hay más deseo de consumir novedades que estos días, de saltar de noticia en noticia, de comunicar lo sabido, de acelerar, en fin, el tiempo: volvemos a tener Historia. Los restos de instalación en el presente continuo han causado episodios de incertidumbre más frustrantes y peligrosos que el puro terror. Aunque aún no hemos domado la falsa intuición de que todo proceso será rápido y breve: seguimos pensando que «esto» será cosa de un par de semanas. La pretensión nostálgica de regresar a un tiempo anterior a la epidemia puede revelarse inútil. Porque aquí el capitalismo nada ha dicho, porque los poderes habituales no tienen más palabras que la de los comunes mortales. Porque el mundo conocido no nos protege, y esa era la premisa sobre la que algunos podían levantar sus falacias de oropel. Nos protege lo común, lo público, lo solidario, la ciencia. Y todo eso de manera tangible, no mediado por procesos difíciles de entender como los que han llevado al cambio climático. La sociedad del riesgo no es el nombre de un libro: es el de nuestra sociedad. Una vez aprendida la lección, ¿seremos capaces de olvidarla?

Otro rasgo evidente es la relativización de la sociedad basada en la fragmentación que, a su vez, permitía la polarización de las posiciones. La sociedad-red brilla como nunca estos días en que las relaciones débiles se imponen a los abrazos. Pero la sociedad pixelada se rinde, a su vez, ante la concentración temática, hasta el punto de que todo lo que no sea coronavirus es extraño. No importa que a una mayor intensidad en el debate público no le sigan soluciones inmediatas: lo esencial es entender que la ansiedad sólo se calma alimentando nuevas dosis de reflexión. No es que estemos encerrados con un juguete solo, es que para romper ese juguete debemos todavía manejarlo mucho, descubrir todas sus aristas. Estamos, como gran regla, re-descubriendo la prudencia y la resignación frente a la todopoderosa promesa del consumismo: hay que cerrar megacentros comerciales para parar la enfermedad.

Todo ello tiene un reflejo institucional. Creo que la actuación política está siendo básicamente correcta, aunque no acabo de entender algunas indecisiones. Porque, repito, olas de miedo no ha habido. Más bien ha habido que asustar un poco para que la gente se toque con el codo o se quede en casa. Posiblemente los políticos, habituados a terremotos de palabras huecas, han tenido más miedo al miedo que los ciudadanos particulares que, en su aislamiento, no han podido vertebrar el temor. Pero me parece pecado venial. Por eso causa tristeza, y aprensión, empezar a escuchar a líderes de opinión que usan a los políticos, otra vez, de chivos expiatorios. Y vergüenza los políticos que se degradan en el insulto al otro, cuando lo que más necesitamos no es la unanimidad, pero sí las muestras de respeto, bonhomía, elegancia y, si se me apura, buen humor. Dicho esto, mal harían los gobernantes, a los que les ha tocado la peor de las situaciones, dejando la imaginación en la mochila y no advertir eso a lo que aludía: mañana no será como el mañana que ayer podía pensarse, en muchas de sus facetas. Quien sea capaz de advertirlo servirá mejor ahora y en el futuro. Ahora no se van a ganar elecciones, pero pueden perderse.

Peleas, desencuentros, dispersión de objetivos, inflación de cargos, falta de transparencia racionalmente gestionada o sectarismo serán bazas que hasta ayer sirvieron y en estos días pueden destrozar la imagen pública de cualquier líder. Concentrar los esfuerzos de gobierno en intentar ponerse bajo la óptica de las consecuencias del coronavirus debe ser tarea colectiva y no sólo del departamento de salud; ahorrar en esfuerzos no prioritarios parece una prioridad que será apreciada por la ciudadanía; colaborar con las mayorías parlamentarias para desbloquear presupuestos con color social, será mejor apreciado que hablar de cosas que hasta hace dos meses eran nuestra vida. Conformar nuevos Gobiernos con menos responsables y mejor coordinación quizá no sea idea descabellada. Saber que casi todo puede esperar será una lección de sabiduría. (Digo casi todo y no todo: las catástrofes no forman cola. Aprovechar la situación para incrementar la prevención de fenómenos ligados a la emergencia climática debería ser otra prioridad). El respeto por lo institucional ha de ser la brújula: en la Constitución y en las leyes hay respuestas a cuestiones que crean confusión en una opinión pública que también encontrará sosiego en instituciones sólidas y en un derecho igual y fiable. Expresiones como «cerrar» Parlamentos son abusivas. Desconvocar Elecciones parece innecesario y si hay que incrementar controles habrá que aplicar, sin dramatismo, el estado de alarma. Todo eso siempre será mejor que esperar a la arbitrariedad de un gobernante o la ocurrencia inculta del influencer aburrido. Y queda la economía: esto también es otra crisis económica. Aprendamos una sola cosa de la anterior: hay que impedir, como sea, que de ella se salga con mayores índices de desigualdad. Más desigualdad tras estos rigores pondría a toda nuestra arquitectura de convivencia en peligro.