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Joaquín Rábago

La ley de la oferta y la demanda ante las pandemias

¿Se puede permitir que mañana algún laboratorio de cualquier país del mundo descubra una vacuna contra el coronavirus y que el precio impida su aplicación inmediata a cuantos lo necesiten?

¿Debe regir la ley económica de la oferta y la demanda en esos y otros casos relacionados con la salud ya no sólo de algunas personas, sino de todos?

Hay empresarios como el fundador de Microsoft, Bill Gates, que se muestran a favor de una estrecha colaboración entre la industria farmacéutica y los Gobiernos para acelerar la búsqueda de un remedio eficaz contra ese virus que sea asequible para todos.

"En una pandemia, las vacunas y los fármacos antivirales no pueden ir simplemente a quien haga la mayor oferta" (para obtener de su explotación el máximo beneficio), comenta Gates en un artículo publicado en el New England Journal of Medicine.

La industria farmacéutica, sin embargo, ha demostrado una y otra vez guiarse casi exclusivamente por el afán de lucro. Lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que no parezcan importarle demasiado las enfermedades que afectan sólo a países en vías de desarrollo.

O en lo que afecta a los antibióticos: hace años que no salen al mercado nuevos fármacos capaces de combatir las multirresistencias, lo que tiene que ver sobre todo con los pequeños márgenes de beneficio esperados.

Tampoco la prevención parece un modelo de negocio atractivo para esa industria, que es, después de la de las tecnologías de la información, la que atrae más de eso que en la jerga económica se conoce como "capital riesgo".

Sí parecen interesarle por el contrario las enfermedades del mundo rico como el cáncer, cuya incidencia va a crecer fuertemente en los próximos años debido ya no sólo a nuestro modo de vida y a factores exógenos, sino también al aumento de la longevidad en general.

Los tratamientos contra esas enfermedades resultan cada vez más costosos y es lícito preguntarse si su elevadísimo precio está justificado, como defienden los laboratorios, o si va sobre todo a engrosar los bolsillos de los accionistas y pagar generosamente a los muchos lobistas.

La industria farmacéutica no se ha distinguido precisamente por su altruismo, y ya hora de preguntarse- como hacen ya muchos- si el Estado no debería intervenir mucho más directamente, llegando incluso a su nacionalización si fuera preciso.

Cuando estalla una epidemia como la actual del coronavirus, la salud deja de ser algo privado: afecta no ya sólo a un individuo sino a toda la colectividad. Y ésta tiene derecho a que los Estados tomen las medidas necesarias para frenar la difusión de la enfermedad.

Resulta escandaloso que, por ejemplo, en EEUU, el país más rico del planeta, los mismos políticos que no dudan en gastar anualmente miles de millones para mantener bases militares en cualquier lugar del planeta se pregunten si el país puede permitirse gastar tanto en sanidad.

Como incomprensible es también que, diecisiete años después de que el mundo se llevase el primer gran susto con la epidemia del Sars (Síndrome Respiratorio Agudo Grave), a la que siguieron otras como la del MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio), sigamos todos, europeos incluidos, tan poco preparados.

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