El próximo sábado, 21 de marzo, se cumplirán 191 años de la mayor tragedia ocurrida en la historia de Torrevieja y la comarca de la Vega Baja del Segura. En días posteriores al suceso, estuvo en Torrevieja un viajero inglés, el capitán Samuel Edward Cook, dejándonos unas improntas del estado en que quedó la población y de la vida de sus gentes.

Cook fue un escritor de temas sobre España que no hay que confundir con el capitán James Cook, descubridor de Australia. Samuel nació en 1787 e ingresó en la marina el 31 de diciembre de 1802 abandonando la carrera de forma prematura. Llegó a España en octubre de 1829. Después de residir en la Península durante más de tres años, en 1834 publicó «Sketches in Spain During the Years 1829, 30, 31 and 32; containing noticies of some districts very litle known; of the manners of the people, government, recent changes, Comerce, Fine Arts and Natural History», impreso por Thomas and William Boone, en Londres, conteniendo un pequeño error: las iniciales del nombre del autor, que no son S.S. sino S.E., como se indica en la edición de París del año 1834-; la obra la dedicó a Lord Algernon Percy Barón Prudhoe.

En 1840 tomó el apellido Widdringron con el que volvió España entrando por Irún, siguiendo la misma ruta de la primera vez que vino. Un año más tarde, a su vuelta a Inglaterra publicó de nuevo sus experiencias de viaje en una obra titulada Spain and the Spaniards, en 1843. Sus «Sketches» son un compendio de observaciones hechas durante su primer viaje a la península.

Casado, aunque no tuvo hijos, dejó todas sus posesiones a su sobrino Shalcross Fitzherbert, que también tomó el apellido Widdrington. Fue elegido miembro de la Royal Society en diciembre de 1842 y también fue miembro de la Royal Geographical Sociey. Murió en Newton Hall el 11 de enero de 1856.

S. E. Cook resalta la amabilidad de los que manejaban las incómodas diligencias y la hospitalidad y modales exquisitos de muchas personas con las que tuvo trato. Pondera la belleza y gracia de las mujeres y la sencillez y talento de los hombres de ciencia. También destaca «la agudeza y disposición para la conversación», considerando que ningún pueblo aventaja en tal punto a los españoles. Visitó particularmente Torrevieja, poco después del terrible terremoto de 1829:

«Torrevieja está, o más bien estaba, asentada en un banco bajo de roca [a low table of rock] entre el mar y una gran laguna salada. Entonces era un montón de ruinas, pues no quedaban en pie más edificios que los molinos de viento de las afueras, que por su figura redonda y poca elevación resistieron los destructores sacudimientos con que vinieron abajo todos los demás edificios. Ricos y pobres, grandes y pequeños cayeron envueltos en la común ruina y hubo gran dificultad en salir de las calles, que eran anchas y regulares. El temblor sobrevino a la oración sin el menor anuncio o alteración atmosférica con un movimiento oscilatorio desde poniente a oriente y todo el estrago fue obra de pocos minutos. Cerca de treinta personas perecieron, en especial de los que pasaban por las calles, con la caída de las casas de los lados. El cura, su anciana madre y una criada fueron de este número al salir de la suya. La población era de cosa de 2.500 almas, el lugar limpio y bien construido; los habitantes ahora estaban alojados alrededor en habitaciones provisionales.

Me salió al encuentro un hombre muy respetable que se ofreció a acompañarme alrededor del pueblo y me señalaba las localidades. Entre las demás, me mostró las ruinas de su propia casa sin quejarse ni hacer alusión alguna a su desgracia. Cuando acabó me llevó a su habitación que era una cabaña compuesta principalmente de ramas de palma y tan pequeña que no había que pensar en entrar en ella, pero me la ofreció junto con aguardiente y todo lo demás que tenía, con aquel noble, sencillo e inimitable desembarazo, peculiar a este pueblo.

Las mujeres de mejor clase, algunas de ellas de mucho atractivo, estaban trabajando sin descanso en su bordado y en otras labores domésticas propias de la España mora, asomando sus cabezas por las estrechas ventanas, hasta que la ausencia de los últimos rayos de luz las obligaba a dejarlo.

Yo dormí en una cabaña en el sitio que representaba la posada, donde me pusieron una cama limpia tendida en el suelo. Las delgadas vigas estaban amarradas con cuerdas a las paredes para evitar accidentes, y la gente, cuyo cariño y atención nada podía sobrepujar, se aseguró que nada tenía que temer si algún sacudimiento ocurría durante la noche. Cuando me levanté al rayar el día, las mujeres estaban ejecutando con característica cordialidad los oficios que sus criados hubiesen hecho en su lugar en tiempos más felices, barriendo sus humildes verandas [¿?] y las delanteras de sus casas, de trapillo [in loase attire] como se habían levantado de sus camas, con su largo cabello (que si es la gloria de las mujeres, mucho más lo es de las españolas) suelto al viento y cayendo hasta más abajo de la cintura. Todo el paraje era una pintura de ingenua y alegre resignación. No se veía un mendigo, ni se oía entre ellos una queja, ni un murmullo».

En una nota añade el capitán Cook añade: «Oí hacia el mes de mayo de 1832 que los trabajos de reconstrucción habían comenzado. Los temblores disminuyeron gradualmente, poco después de la catástrofe, y cuando yo estuve allí no eran tan intensos; algunas noches, como la que pasé allí, no ocurrió ninguno». Todo un drama que esperamos no vuelva a suceder.