Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Daniel Capó

El mundo de ayer

Lo único seguro es constatar lo lejos que queda el mundo de ayer

Qué lejos queda el tiempo en que los gobiernos hablaban de tasar los vuelos aéreos y de reducir el plástico. Qué lejos el tiempo en que los turistas molestaban y había que sustituir el diésel por coches eléctricos. Qué lejos la preocupación por el cambio climático, la gentrificación de las ciudades, los atascos en las vías de circunvalación o el agobio de los cruceros. Qué lejos los debates sobre la cotización de los autónomos, o la subida de los salarios mínimos, o la mesa de negociación entre el gobierno español y el catalán. En efecto, qué lejos queda el mundo del ayer cuando la ruina cae sobre nosotros en forma de enfermedad y de catástrofe económica. Nadie podía prever este escenario en un mundo movido por la creencia en el Homo Deus: esa extraña arrogancia que, en formato best-seller, intenta convencernos de que muy pronto seremos inmortales. Ahora un microscópico virus nos recuerda que somos naturaleza y por tanto frágiles víctimas de la Historia. Y la tragedia se mueve impulsada por una estricta racionalidad: la del pánico irracional y del miedo a lo desconocido; la de la incertidumbre que golpea cada una de nuestras casas, de nuestros trabajos, de nuestras certezas.

Qué lejos queda ahora el mundo de ayer y qué cerca el mundo antiguo. Ni Hollywood ni el universo Marvel iluminan lo que estamos viviendo, sino las plagas bíblicas, las pestes medievales, las narraciones de Bocaccio, el cólera, la gripe de 1918, lo que nos cuenta la literatura, lo que conocemos por las antiguas crónicas y creíamos no llegar a ver nunca. Para los griegos, detrás del orden y la serenidad se oculta un poso oscuro y caótico, violento y salvaje. En la mitología las ratas obedecían a Apolo, que era el dios de la armonía y la razón. Virgilio llorará la caída de Troya con estas palabras: «Pobres nosotros, de quien aquel era el día postrero, por la ciudad adornamos los templos con fronda festiva». También España tuvo su fronda festiva el pasado 8 de marzo. Ha transcurrido una semana y parecen siglos.

Tras la plaga llegará un mundo nuevo, distinto al anterior. La globalización ha quedado herida, al igual que la UE. Asia, con su eficiencia política e institucional, liderará una recuperación económica que demostrará otra vez más la debilidad europea. La disparidad entre Oriente y Occidente se acrecentará en contra nuestra. El salto científico y tecnológico estos próximos años puede no tener parangón. Quizás los Estados recuperen soberanía, quizás no. Se engañan quienes creen que los efectos de este huracán serán breves. Que sean transitorios no quiere decir que vayan a ser breves. La gran bonanza que sucede a las guerras y a las catástrofes -la década de los 50 tras la II Guerra Mundial, los felices años veinte tras la Gripe Española- no significa que salgamos incólumes de la tragedia. La Gran Guerra de 1914 destruyó imperios y terminó con el esplendor de la aristocracia británica. También ahora, aunque sea cuestión de meses y no de años, todo quedará trastocado. Nuestras contradicciones, nuestros miedos y miserias, nuestras debilidades y tensiones internas quedarán desnudos, palpables. La Historia nos enseña que esto también pasará y que, cuando haya pasado, el planeta recuperará su esplendor. Pero será un lugar distinto, será una sociedad y una clase política y empresarial diferentes. No necesariamente mejores, pero tampoco sabemos si peores. Lo único cierto, lo único seguro, es constatar lo lejos que queda el mundo de ayer.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats