Me mandan mis amigos desde distintos lugares de España vídeos que documentan intervenciones de la policía en plena calle en cumplimiento de las instrucciones emanadas del Gobierno central para intentar parar la epidemia del coronavirus.

En uno de ellos, los ocupantes de un coche patrulla ordenan por altavoz a alguien que pasea por una playa desierta que se ponga los pantalones y la abandone inmediatamente el lugar porque "no estamos de vacaciones".

Otro vídeo, tomado desde un balcón, muestra a unos agentes forcejeando con alguien que ha salido a la calle y se demora allí más de lo que aquéllos consideran al parecer necesario. Llegan más y más coches patrulla como si se tratase de sofocar un motín.

Leo que en muchas provincias costeras muchos protestan por la llegada de gente de Madrid, a la que sospechan de estar infectada y de suponer una posible carga para los sistemas de salud locales. "Nos miran con mala cara cada vez que entramos al supermercado", me dice alguien que se encuentra en esas circunstancias.

Llamo a un amigo, ya septuagenario, que lleva días recluido en su casa de las afueras de Madrid que me habla de su desesperación porque no puede siquiera salir al monte para hacer ejercicio como acostumbraba. Me doy cuenta por cierto de lo importante que es mantener el contacto telefónico con quienes permanecen aislados.

Me entero al mismo tiempo por radio de que en la capital se agolpaba el otro día la gente en un tren de cercanías sin mantener la distancia requerida para minimizar las posibilidades de transmisión del virus. Son muchas las contradicciones.

Cuentan los medios que en distintas ciudades de España, al igual que en las italianas, la gente agradece diariamente con aplausos desde sus balcones el abnegado trabajo que realiza estos días tan difíciles el personal sanitario: desde médicas hasta enfermeros pasando por todos cuantos presan servicio en los hospitales, centros de salud o residencias de ancianos..

Me emociona el hecho de que se estén ofreciendo voluntarios para llevar la comida a casa a personas de avanzada edad o incapacitadas que no pueden abandonar su domicilio.

Las crisis, como las catástrofes, sacan siempre lo mejor y lo peor de nosotros: enfrentan a Hobbes y a Rousseau.Lo mejor: el espíritu de sacrificio, la generosidad, la disposición a ayudar a quien está peor que nosotros. Lo peor: la desconfianza, la envidia, el resentimiento.

Escribo estas líneas en Alemania, donde cada vez hay también más restricciones y donde conocidos virólogos parecen divididos sobre las medidas que deberían adoptarse para hacer frente a una epidemia que no conoce fronteras.

Uno de los más reputados, Alexander Kekulé, por ejemplo, cree que debería dejarse que la gente pueda seguir paseando, manteniendo siempre la necesaria distancia, por los parques o el campo porque el ejercicio es siempre sano y contribuye no sólo a la salud física, sino también la psíquica.

Al mismo tiempo reprocha ese experto a las autoridades germanas que hayan tardado demasiado en ordenar el cierre de las guarderías y los colegios. Los políticos de este país se escudan en que otros expertos lo habían desaconsejado en un principio.

Es una cuestión a la que, como a tantas otras relacionadas con el virus, resulta difícil dar una respuesta unívoca: los pequeños, que pueden ser vectores de transmisión, tienen que quedarse muchas veces con los abuelos, que pertenecen a su vez al grupo más vulnerable.

Aquí se ha decidido finalmente que ciertas guarderías permanezcan abiertas para poder acoger a los hijos del personal médico, de los policías o de otras personas cuya labor sigue siendo esencial para contener al virus.