El Reino Unido y los Países Bajos han optado por caminos distintos a los que han seguido China, Italia y España: evitar los confinamientos masivos de la ciudadanía y centrarse en lograr los efectos benéficos de inmunizar a la sociedad lo más rápido posible. Los riesgos que asume la hipótesis británica son importantes, pero antes de condenarla conviene detenerse y analizarla con mayor finura. ¿Se trata de un intento suicida por mantener la economía nacional en marcha a toda costa? ¿Creen que podrán evitar el colapso del sistema sanitario -ese denominado "efecto cuello de botella" del que ya avisaban hace semanas analistas de todo el mundo- como ha sucedido en los demás países? ¿Cuál es la lógica -si es que hay alguna- de la política adoptada por ambas cancillerías? La hay, por supuesto, aunque sea tremendamente aventurada.

En primer lugar, se establecería un cordón sanitario que separase la sociedad en distintos grupos según los factores de riesgo. Por un lado niños y jóvenes, con tasas de letalidad bajísimas, deben seguir su vida normal -permaneciendo incluso los colegios abiertos- a fin de que se infecten lo más rápido posible y adquieran inmunidad. Del mismo modo, los adultos sanos deben seguir acudiendo al trabajo con toda normalidad y, en la medida de lo posible, continuar su vida habitual con el mismo fin. Habría un gran número de infectados pero, al ser grupos de poco riesgo, la teoría apunta a que sólo una ínfima parte de ellos necesitaría hospitalización. Y, a cambio, se obtendría una alta protección de grupo, que es lo que necesitan los sectores más vulnerables. Ellos -los mayores de 60 años, los pacientes oncológicos e inmunodeprimidos, los enfermos crónicos- quedarían confinados en una cuarentena de varios meses, ya que son los que presentan mayor mortalidad. Al cabo de un tiempo, cuando la primera ola epidémica hubiera infectado a la inmensa mayoría de adultos de bajo riesgo, se procedería a romper el aislamiento, de modo que el segundo colectivo contaría con la protección que ofrece la inmunidad de grupo.

Por supuesto, la hipótesis del gobierno británico y holandés tiene sus puntos débiles. El más evidente es la incertidumbre inmunológica: no sabemos si haber superado el COVID-19 nos inmuniza de por vida, temporalmente (unos meses, tal vez) o de ningún modo. Como tampoco sabemos si estaríamos protegidos de las distintas mutaciones del virus o sólo de una cepa en concreto. Incógnitas importantes que sólo la ciencia y el paso del tiempo permitirán desvelar. También desconocemos, por otro lado, hasta qué punto una infección acelerada y masiva del primer grupo no provocaría el suficiente número de casos graves como para colapsar el sistema. Y luego está la dificultad real de aislar de una forma efectiva a los sectores de riesgo. No es una labor sencilla, ni mucho menos.

Demasiadas incógnitas sin resolver, que debemos afrontar a ciegas y sin experiencia acumulada. En el mejor de los casos, una vacuna efectiva tardará meses en ser distribuida en masa, por lo que nos enfrentamos solos a un terror antiguo. Lo que mejor refleja de la situación que vivimos no es la palabra "pandemia", sino "guerra": la contienda contra un enemigo invisible que se propaga por el aire, que acaba con vidas, que cierra empresas y nos enclaustra en el baluarte de nuestro hogar. Sólo el tiempo nos dirá si los británicos y los holandeses han acertado o si lo han hecho los chinos. Por ahora, sólo nos queda esperar y confiar.