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La pandemia y la humanidad. ¿Algo de nuevo?

La pandemia nos está haciendo vivir un episodio insólito en la historia de las sociedades. Es cierto que pandemias las ha habido antes, pero nunca en las condiciones actuales de un mundo hiperconectado en una simultaneidad constante. El coronavirus no ha podido llegar apenas a ningún lugar del mundo antes que la noticia de su existencia.

Es una novedad en la historia del mundo y del hombre, aunque no hayamos hecho demasiado buen uso de esa ventaja. Sin embargo, lo realmente nuevo de esta pandemia son los nuevos trazos que sobre nuestra idea del mundo y de la humanidad misma nos ofrece.

La conciencia de la unidad de la humanidad creció al tiempo que se formaba la idea de un mundo global, y seguramente dio un salto decisivo cuando se demostró que se le podía dar la vuelta. La conciencia de la humanidad ha tenido, por así decir, un correlato geográfico, y el hombre apenas tuvo conciencia de la diversidad y unidad de lo humano hasta que el mundo se pudo pensar y transitar como uno y el mismo.

Pero hay algo más. No se trata solo de una universalidad sin exclusiones, sino de una cierta conciencia como sujeto histórico. Los españoles que dieron la vuelta al mundo por primera vez en 1522, como los norteamericanos que pisaron la Luna en 1969, fueron unos pocos occidentales, blancos y varones, y, sin embargo, de algún modo, con ellos y por ellos el hombre mismo había rodeado la tierra o puesto el primer pie fuera de ella.

Cuando un hombre hace algo por primera vez de suficiente importancia, la humanidad misma surge como lo representado por el pionero, y tiene todo el sentido decir que «el hombre» ha dado la vuelta al mundo o ha pisado la Luna, aunque lo hicieran apenas unos individuos.

Algo parecido, pero de signo muy contrario, ocurrió con el holocausto judío o las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945. Fueron alemanes y norteamericanos, pero la magnitud y la terrible naturaleza de lo hecho nos ponía a todos en el lugar de los autores y de las víctimas. El hombre era capaz de un mal tan feroz y metódico que tanto la culpa como el daño alcanzaban a la humanidad misma.

El armamento atómico introdujo, además, otra novedad que iba a marcar nuestro tiempo. El suicidio había dejado de ser una singularidad del individuo humano y se había convertido en una posibilidad de la especie. Y esa novedad acrecentó la conciencia de compartir un mismo destino y una misma responsabilidad, es decir, de constituir un nuevo tipo de sujeto de naturaleza mundial y que, sin desearlo, llegara a la autodestrucción.

La conciencia ecológica no ha parado de crecer desde entonces y, con ella, la configuración de un sujeto compuesto por multitudes conscientes de sus responsabilidades globales. Pero a ese sujeto todavía no le había sucedido que se reuniera al mismo tiempo y en torno a un mismo acontecimiento a lo largo y ancho de todo el planeta. Y eso es seguramente lo que significó la caída de las Torres Gemelas en 2001.

Habermas dijo que el 11-S seguramente fue «el primer acontecimiento histórico mundial». Ciertamente, todo el mundo quedó congregado en torno a las imágenes que lo retransmitían. Puede parecer poco, pero en realidad la humanidad no se había constituido hasta entonces como «el público» de un mismo acontecimiento que, por lo mismo, no había sido propiamente tal acontecimiento en sentido global. Y es que la idea misma de «lo público» solo surge entre quienes forman parte de «un público».

No hay civilización global sin la transitabilidad de las vías de comunicación, la conectividad de los mercados y el mundialismo de los estadios, pero tampoco sin un escenario en el que se represente un drama cuya expectación congregue a todos los hombres en una platea planetaria. Ese público prefigura los foros y plazas donde se discute de lo público en un sentido nuevo: el mundo en su conjunto.

Es posible que ese primer drama global fuera el 11-S. Sin embargo, «el público» lo era solo en precario, pues estaba dividido entre el espanto de unos y el regocijo de otros. Además, en cierto sentido Derrida llevaba razón al decir que el 11.S fue parte de «los viejos tiempos, cuando las cosas aun eran del orden de lo gigantesco, visible y enorme». No ha sido como él creía la nanotecnología la que le ha dado la razón, sino, por así decir, la nanobiología aupada en nuestros tráficos y comunicaciones mundiales.

Estamos, pues, ante el primer acontecimiento global, aunque paradójico. Lo invisible ha recorrido los caminos del mundo, y nos ha obligado a cerrarlos y vaciar mercados, estadios y plazas, convirtiendo nuestra escena mediática en una representación mundial de la vulnerabilidad del mamífero corpóreo que habíamos olvidado que éramos. Y nos ha mostrado, además, la fragilidad de nuestros sistemas sociales, económicos e institucionales que luchan por soportar una situación desconocida.

Una misma pasión recorre como un escalofrío todo el planeta: el miedo a la muerte y al caos. Pero ha sido ese miedo el que nos ha mostrado formas no bélicas del valor y el coraje. Un valor que no puede mirar a los ojos al enemigo que es ciego, pero burla nuestras alarmas y conoce nuestras debilidades.

Nuestra visión del mundo actual, de la economía global y local, de los organismos internacionales y del poder de los Estados no quedará intacta. Por ejemplo, a nadie se le va a ocurrir a partir de ahora que la salud pública no sea una variable económica decisiva. Un sistema sanitario bien dotado será tan importante para atraer inversiones como el sistema vial terrestre y o el de las telecomunicaciones. La propia estabilidad política e institucional tiene que introducir la variable sanitaria como una de sus facetas cruciales.

Esta pandemia va a tener sobre los supuestos de nuestro mundo un efecto parecido al que tuvo la aparición del armamento atómico, porque, realmente, es un fenómeno de aquella magnitud global, aunque de una eficacia transformadora mucho más capilar por su impacto directo sobre la conciencia individual.

La idea misma de poder y seguridad necesita ser reformulada. Por ejemplo, hoy luchan en primera fila aquellos cuyo oficio es cuidar, y cuidan en la retaguardia aquellos cuyo oficio es luchar. Es la subversión del paradigma guerrero que ha organizado nuestras sociedades desde su principio.

Las virtudes del guerrero transformadas en cuidado: una verdadera lucha por la supervivencia sin combate ni voluntad enemiga que doblegar. El pius Aeneas cargando con ancianos y niños para salvarlos de la caída de un orden en ruinas. Asistir a la transformación planetaria del heroísmo en una realidad civil asumida por profesionales cuyo oficio les inclina a evitar el daño ajeno, incluso a costa del propio, es un acontecimiento al que la humanidad está asistiendo conmovida como público de lo que, tal vez, sea una nueva concepción de lo público en sentido mundial.

El mundo se ha dado la vuelta y es posible que, pese a las imponderables pérdidas, esta nueva faceta de lo humano en un mundo globalizado no sea tan horrenda como las feroces guerras que marcaron el pasado siglo.

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