Por más que la aterradora pandemia que asola a los españoles sea la principal preocupación, el ineludible combate al que debemos enfrentarnos; por más que ahora no existan otros bienes más sagrados por los que luchar que nuestra salud individual y colectiva; por más que el trágico e incesante conteo de muertes, más de 5.000, retumbe en nuestra conciencia afligiéndonos por la impotencia de lo irreparable y el dolor de tantas lágrimas de frustración; por más que el desconsuelo, la irritación y el sentimiento de orfandad nos martillee ante la ineptitud, la falta de previsión y los vaivenes negligentes dados por nuestros responsables políticos ante una amenaza sanitaria de la que se conocían sus letales consecuencias; por más de todo ello, digo, la reclusión obligatoria a la que estamos sometidos desvela otras consideraciones que, si ustedes dos me lo permiten, desearía compartir.

Hace ya muchos años que venimos escuchando de nuestros políticos, conductores de opinión y periodistas que España goza del mejor sistema de sanidad pública del mundo. Ahora, con la pandemia desatada y sometido nuestro sistema de salud pública a un brutal test de estrés, conviene matizar afirmaciones tan contundentes. Es cierto que tenemos unos profesionales sanitarios entre los mejores del mundo. Es cierto que contamos con una sanidad pública universal accesible a todas las personas. Es cierto que contamos con una buena red de hospitales y centros de salud. Todo eso es cierto. Pero no es menos cierto que contamos a su vez con uno de los peores sistemas de gestión sanitaria en manos de los políticos de turno. Su incompetencia, sectarismo y falta de unidad por la diáspora autonómica, sumado a la utilización partidista e ideologizada de la sanidad pública, han hecho derrapar peligrosamente nuestro sistema sanitario. Ha tenido que venir esta pandemia para poner de manifiesto todas esas carencias, esos graves costurones que ahora estallan sin piedad ante la caótica gestión de la crisis. Conviene recordarles a muchos irreflexivos políticos si siguen pensando que es más importante en un profesional de la sanidad que sepa catalán o vasco, o que tenga un mejor currículo.

Que estemos unidos en la lucha contra la pandemia; que cumplamos rigurosamente con las normas de prevención sanitaria; que procuremos aunar nuestros esfuerzos centrándolos en acabar con esta pesadilla; que todo eso sea ahora nuestra prioridad, que lo es, no empece para que ustedes dos puedan conocer, discernir y juzgar sobre la labor que han hecho y están haciendo nuestros responsables políticos, nuestro Gobierno, frente a la crónica de una crisis sanitaria anunciada. No comulgo en absoluto con planteamientos -tantas veces debidos a intereses partidistas- que nos recomiendan aceptar obedientes el apagón crítico sobre responsables y responsabilidades públicas; de blanquear por vía de la sumisa autocensura incurias negligentes que en ningún otro país democrático -esto no es China- serían toleradas; ni para esconder en los bolsillos de la atávica ignorancia incapacidades, incompetencias, improvisaciones y descontrol. No. La fortaleza de una democracia, tanto que se apela a ella, no radica en la obediencia ciega al poder, ni en la ocultación de la verdad, ni en la preterición de la correcta crítica, ni en el tratamiento paternalista y displicente con el que se pretende secuestrar y silenciar a una sociedad adulta por más que se invoque una grave crisis sanitaria. En todas las guerras -y esta es una guerra contra un enemigo invisible- la primera víctima siempre es la verdad. Decía Cicerón que la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio.

Y como hablamos de guerras, resulta desalentador, alarmante, impresentable, que nuestra primera línea de defensa, el personal sanitario, grite desesperado desde hace días por la falta de material que les proteja. Llevemos ya más de 6.000 profesionales de la sanidad contagiados, además de los que han muerto, más que en ningún otro país. También lo están militares, policías y guardias civiles, cerca de mil. ¿No era prioridad del Gobierno haber previsto estas carencias para evitar que quienes deben curarnos, protegernos, estén fuera de combate? ¿No debemos denunciar el caos, el retraso en la toma de medidas? ¿Es alarmista pedir explicaciones a Fernando Simón, responsable de la coordinación de la pandemia, por los graves errores cometidos (¡¡no sabe por qué hay tan pocos muertos en Alemania!!) y devolverle a la ciudadanía confianza perdida? ¿Qué seguridad transmite un ministro de Sanidad que dice desconocer el tratamiento con hidroxicloroquina, un fármaco que Alemania está adquiriendo en grandes cantidades? ¿O que desde Sanidad se reconozca que una empresa china sin licencia les ha hecho el tocomocho vendiéndole 50.000 tests que no funcionan? Mucho me temo que a Simón lo deje achicharse el Gobierno como chivo expiatorio de este desatino. Por cierto, cómo debe sentirse la extrema izquierda, Pablo Iglesias, al comprobar que decenas de empresas privadas estén paliando muchas de las deficiencias gubernamentales.

Sinceramente, sin paternalismos, ¿no merece la desmoralizada ciudadanía por parte del Gobierno un mayor y mejor estado de confianza, de profesionalidad, de competencia? ¿Cuánto habría durado un modesto empleado de una empresa de haber consumado esos incalificables fallos? ¿No merecen los españoles una disculpa por los errores cometidos, por decisiones imprudentes tomadas cuando ya se conocía la peligrosidad del virus? Medios internacionales como el NYT, The Guardian, Le Monde o La Stampa, critican la mala respuesta de Sánchez en la gestión de la pandemia. Si sirve de revulsivo a quienes pregonan silencio y sumisión, prietas las filas y fe ciega en el mando, diré que Juan Luis Cebrián e Iñaki Gabilondo han criticado, sin complejos, duramente, los errores del Gobierno. ¿Fomentan también estos gurús de la opinión pública el alarmismo? Y el Gobierno sin un ápice de contrición. A más ver.