Cuando escribo estas líneas, el Reino Unido lleva cinco días sin hacer públicos datos oficiales de la evolución de la pandemia en su territorio, aunque afortunadamente el premier británico, Boris Johnson, aquel que dijo que una simple gripe no le iba a privar de tomar su pinta en su pub favorito, ha abandonado la UCI, si bien sigue hospitalizado sin que se haya informado de si es para seguir tratándole de los efectos del coronavirus o de su insoportable verborrea. En la Francia de Macron, un informe oficial ya señala que la Covid-19 destruirá, atentos, uno de cada cuatro empleos en el sector privado. En Alemania, el vaticinio de Merkel («nos enfrentamos a la peor crisis desde la II Guerra Mundial») va tomando cuerpo conforme pasan los días, a pesar de que ni ella misma lo creía cuando lo dijo o habría tomado otra actitud en las negociaciones que están manteniendo los miembros de la Unión Europea para afrontar la catástrofe, y su Ministerio de Economía ya admite que la caída del PIB este año será de dos dígitos, en proporciones sólo comparables a las de la Gran Depresión del 29. En Italia, el primer país que dio la medida de lo que se le venía encima al mundo (de que este virus pretendía adueñarse del planeta, no sólo del sudeste asiático) la cuarentena que empezó el 10 de marzo ha vuelto a ser prolongada, de momento hasta el 3 de mayo. Estados Unidos ya es el líder mundial en contagios y en fallecidos, aunque son cifras tan poco fiables como las de China, dado que no hay un sistema universal de cobertura sanitaria. Allí, no sólo el virus crece de forma exponencial. También es exponencial la destrucción de la economía. La semana pasada, The New York Times sorprendió a la profesión periodística con una impactante portada recorrida por un gráfico cuya última barra ocupaba entera la quinta columna: 3,3 millones de parados en siete días. Pero aunque hubiera querido, la Dama Gris no habría tenido portada suficiente para repetir fórmula: en la segunda semana han sido 6,6 millones, el doble, los empleos destruidos. Trump -otro descerebrado que hace unos días insultó a un periodista que simplemente le había pedido que mandara algún mensaje tranquilizador a la población- ha tenido que poner sobre la mesa el mayor desembolso federal para sostener la economía desde Pearl Harbor, aunque una parte lo está gastando en multiplicar las deportaciones de inmigrantes. En Nueva York, los cadáveres no se almacenan en Palacios de Hielo, como en Madrid: allí se abren fosas comunes.

Muertos a la cabeza

En España, la pelea se ha centrado esta semana en el conteo y la disparidad entre la estadística oficial y la que se deriva del número de fallecidos anotados por los registros judiciales, mucho mayor. Los partidos se tiran los muertos a la cabeza. La letalidad del virus en España es mayor que en otros países, algo que quizá tenga el origen en las tremendas deficiencias que esta pandemia ha puesto de relieve en la red de residencias de la tercera edad, casi todas responsabilidad de las comunidades pero que el Gobierno central debió vigilar como propias desde el minuto cero y no lo hizo. Sin embargo, también es mayor el porcentaje de enfermos recuperados y ese dato, que algo bueno dice de nuestro maltratado sistema sanitario, apenas ha sido enfatizado. Toda esta discusión es importante, desde luego. Pero para obtener conclusiones válidas de cara al futuro convendría estudiar los números, no usarlos como dagas.

Absolutamente todos los países que acabo de citar han tenido problemas de abastecimiento del material preventivo necesario e incluso de estafas (la palma se la lleva Reino Unido, que ha tenido que tirar a la basura por inservibles 55 millones de equipos), lo que no deja de ser una lección para un Occidente (y hablo sobre todo de Europa) que lleva décadas pensando que lo suyo es dar lecciones morales al resto del orbe, dejando que fueran otros los que se mancharan las manos fabricando. Ahora se ha visto la dependencia que tenemos de esos países cuya mano de obra con sueldos de miseria permitía mantener nuestro Estado del Bienestar. Y falta por llegar el estallido de Latam, el acrónimo cada vez más extendido de Latinoamérica, un subcontinente sin red de seguridad. Allí ni esperan a España, desgraciadamente, ni a la UE ni tampoco a EE UU. Allí por ahora sólo China, por su propio interés, se ha dejado ver anunciando vagamente ayudas.

Con todo, el caso de España sigue siendo singular por la vergüenza ajena que producen las actitudes de la mayoría de los partidos políticos, teatralizadas en la lamentable opera bufa que nos ofrecieron durante más de once horas el pasado jueves en el Congreso, donde los líderes de las principales fuerzas, pero sobre todo Sánchez y Casado, perdieron un pedazo más de la escasa credibilidad que les queda. En situaciones extremas como las que vivimos, los gobiernos tienen la obligación ineludible de liderar la respuesta, pero sin que eso suponga considerarse en posesión de patente de corso y sin que puedan olvidar que su primera responsabilidad es mantener la cohesión de la sociedad para que todo el mundo reme en la misma dirección. No es eso lo que se está haciendo. Pero también la oposición tiene un grave compromiso, porque no puede de ninguna manera confundir la crítica a la acción de gobierno, que por dura que sea siempre será legítima, con el boicot y la criminalización de éste buscando, no el interés general, sino simplemente hacerlo caer aun a sabiendas de que tirar por la borda al capitán es lo peor que puede hacer una tripulación en medio de la tormenta.

Sánchez ha propuesto dos cosas extemporáneas: un plan Marshall y unos Pactos de la Moncloa. El problema del Plan Marshall, como muchos han destacado ya, es que no hay un míster Marshall: la depresión es general. El de los Pactos de la Moncloa es que la sociedad española de 2020 no es, ni en lo bueno ni en lo malo, la de la Transición.

Pero el fondo sigue siendo válido. Necesitamos un plan exterior y otro interior. España por sí sola no puede salir de la ruina que ya estamos empezando a sufrir, pero tiene a su vez que hacer sus propios deberes como país. Así que, sí: Sánchez y Casado, como líderes de las dos fuerzas políticas que representan a la mayoría de los ciudadanos, están obligados a rebajar la tensión y entenderse, a alcanzar un amplio acuerdo que dibuje un horizonte de colaboración en la reactivación de España y en la acción exterior para no quedar en la periferia de la reconstrucción mundial. Todo lo que no sea eso será, por ambas partes, delito de traición.

El ejemplo de la Comunidad

No estaría de más que los líderes nacionales echaran un vistazo a lo que está ocurriendo en la Comunidad Valenciana, donde hasta Vox está manteniendo una disposición razonable. Movimientos subterráneos, quiero decir, enfrentamientos soterrados entre las fuerzas políticas, los sigue habiendo, sería ingenuo pensar que no es así. Pero el grado de unidad que se está manteniendo no sólo es muy notable, sino que se traduce en resultados palpables. El president Puig, indiscutiblemente al mando, actúa más que habla. La oposición censura los errores, pero no hace casus belli de ellos. Los agentes sociales -hablo a nivel comunitario- son convocados y consultados. Y todo ello lleva a que, teniendo por situación geográfica y orientación económica todas las papeletas para haber sido la gran perjudicada en esta pandemia junto con Madrid y Cataluña, todos los parámetros aquí se hayan mantenido por debajo de lo temido. Pero hoy mismo publicamos que la Generalitat lleva gastados oficialmente (la cifra real será muy superior) 400 millones de euros en poco más de un mes. Multipliquen eso a escala nacional y prolónguenlo unos meses más. Insoportable. Sin un acuerdo de Estado, será imposible superar lo que viene. Situaciones excepcionales requieren también soluciones extraordinarias. Es la hora de los valientes. Sánchez y Casado sabrán si lo son. Porque tampoco es verdad aquello de que de ningún cobarde se haya escrito nunca nada. Como ambos no espabilen, de ellos se van a escribir enciclopedias.