Alicante, y en algunos pueblos de la provincia, tuvo lugar en septiembre de 1804 una epidemia de fiebre amarilla que provocó el fallecimiento en la ciudad de 2.472 personas, el 20,87% de sus moradores. La población de Alicante ascendía a 13.957 personas antes de aparecer la epidemia. De estos, huyeron 2.110, quedando reducido el vecindario a 11.847. En octubre de 1805 se dio por desaparecida la epidemia.

Ahí estuvo, por decisión personal, el presbítero don Cayetano Miguel Manchón, nacido en Crevillente el día 10 de abril del año 1771, muriendo en Zaragoza el 11 de junio de 1861 -90 años-, siendo canónigo de la catedral del Salvador de esa ciudad por decisión real, en reconocimiento a sus méritos, entre los que se encontraban los hechos que a continuación se relatan.

Don Cayetano Manchón fue un clérigo notable en un tiempo de epidemias, de hambre, de guerra; en definitiva, en un tiempo de dolor, sufrimiento y muerte. Un tiempo que él, evidentemente, no pudo elegir.

Encontrándose en su pueblo natal -huyendo de Godoy- fue a visitar al prelado en Orihuela. «El obispo le puso en antecedentes, describiéndole el problema más grave por el que estaba atravesando la diócesis que le estaba afectando sobremanera y, que no era otro, que tanto en Alicante, como en toda la provincia, estaban siendo víctimas del enorme estrago que causaba una epidemia muy voraz y desconocida que asolaba la ciudad, que se había cobrado hasta el momento numerosas vidas». Poco más tarde se identificaría la epidemia como la peste, fiebre amarilla o vómito negro.

Después de una profunda interiorización del problema, don Cayetano le anunció su decisión: «Quiero ir a socorrer a los que me necesiten». Esta fiebre amarilla había hecho su aparición antes del día 13 de septiembre de 1804, fecha esta en la que el corregidor Josef Betegón declaró oficialmente la epidemia.

Ya en Alicante, nos dice: «Apenas llegado a la capital, me vi incesantemente requerido para desempeñar mi ministerio. Convenientemente preparado con los antídotos recomendados, que eran aceite, ajos y vinagre, monté en el calesín que me aguardaba y comencé la misión, en la que no había de hallar tregua ni descanso.

Para la administración de los sacramentos utilizaba una varilla de plata o una cuchara de un metro de larga con la finalidad de evitar por el roce el contagio.

El espectáculo que se ofreció a mi vista fue en extremo pavoroso y espeluznante.

Los cadáveres yacían insepultos en las calles por la imposibilidad de inhumarlos, ¡tan grande era el número de los que perecían diariamente!

Niños desnudos y famélicos recorren silenciosos las calles llenándolas de consternación y de amargura.

Fui en aquel tiempo médico, padre, sacerdote, hasta enterrador y terminé cuando me dejaron por muerto en el cementerio, pero como mala hierba nunca muere, me salvé de la peste que tantos estragos causó».

La Providencia dispuso las cosas de otro modo y Manchón recobró la salud exclamando en el que fuera su lecho de muerte:

«Non moriar sed vivam et narrabo gloriam Dei»

(«No moriré, sino que viviré y

proclamaré la gloria de Dios»).

Conforme el contagio fue intensificándose, el fervor popular solicitó con mayor insistencia, e incluso con violencia, dando muestras de ello al presentarse en la sala capitular de la iglesia de Santa María donde el Ayuntamiento estaba celebrando una sesión con motivo del problema existente y a gritos pidió que se trajese la Reliquia de la Santa Faz a Alicante.

El Ayuntamiento escogió el medio de conciliar esta petición con la seguridad de evitar el contagio, acordando que la Faz Divina se trasladase ocultamente, a media noche, a la ermita del Castillo de Santa Bárbara, como así se hizo en la noche del 23 de septiembre.

«Por orden superior era sacada la Santa Faz, a las ocho de la tarde, por una tronera del Castillo de Santa Bárbara, ceremonia que se anunciaba con un cañonazo»

«Mientras un sacerdote movía el sagrado lienzo en todas las direcciones, bendiciendo la ciudad, al mar, a los campos y a la huerta, los alicantinos llorosos y compungidos, lanzaban gritos pidiendo misericordia al Señor, ofreciendo un cuadro que excitaba la mayor ternura».

Una vez desaparecida por completo la epidemia, en octubre de 1805, un Bando del corregidor don Josef Betegón, comunicaba la Real Orden del 26 de septiembre de 1805, sobre eliminación de cordones y celebración del Te Deum. Este bando está fechado en Alicante a 9 de octubre de 1805.

Se organizaron tres sesiones religiosas solemnísimas de Te Deum los días veinte, veintiuno y veintidós de octubre de 1805 en la concatedral de San Nicolás de Alicante para dar gracias al Altísimo por el final de la epidemia en presencia de la Santísima Faz, que, desde la procesión del día 5 de agosto de la Virgen del Remedio permanecía en Alicante, previa autorización de las monjas del monasterio que además solicitaron una limosna para paliar sus necesidades. Para la oración fúnebre fue designado don Cayetano Manchón, siendo el alma y el verbo del Te Deum.

Según refiere él mismo, «no pude contener el llanto, pues la iglesia era un inmenso catafalco y dondequiera tendía los ojos allí encontraba lágrimas y sollozos.

Por este acto de ardiente caridad y sacrificio con los pobres enfermos del contagio de Alicante y por la lealtad y patriotismo que acreditó en la lucha que sostuvo la muy heroica villa de Madrid el Dos de Mayo de 1808, fue reconocido personalmente por el rey Fernando VII, apareciendo estos méritos en la Gazeta de Madrid de 22 de febrero de 1817, con motivo de su designación como canónigo de Segorbe. Con posterioridad el mismo rey le hizo entrega de la Insignia de Dos de mayo.

Es de esperar que alguna de las instituciones religiosas o civiles de Alicante reconozca lo que don Cayetano hizo por los vecinos de esta ciudad en 1804.