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Higinio Marín

Filósofo

Higinio Marín

Pandemia y humanidad (y II)

Estos días abundan las entrevistas a filósofos e intelectuales acerca de los cambios que la pandemia va a causar en nuestras sociedades. Hace tiempo que sobre los filósofos recayó la responsabilidad de escrutar el futuro que en la antigüedad distinguía a augures y profetas. Es curioso que cuando más se discute la capacidad de la filosofía para dar cuenta de lo que es, más decididamente se le interroga sobre lo posible, es decir, sobre lo que todavía no es y tal vez no sea.

Aunque dudo mucho de las capacidades futurológicas de la reflexión filosófica, sobre todo si no surgen de una penetrante comprensión de lo que las cosas han sido antes de supuestamente dejar de serlo, lo cierto es que la pandemia hace de espejo y nos muestra rasgos olvidados de lo que somos, aunque bajo una luz que puede ser nueva y reveladora.

En ese sentido, nos hemos reconocido formando una unidad biológica con todos los demás hombres y naciones de cualquier rincón del planeta. Somos una especie a la que estas amenazas pandémicas nos hacen correr una misma suerte, una unidad de destino que no se sigue solo de nuestra inventiva civilizatoria sino también de nuestras vulnerabilidades como organismos.

Ciertamente, eso ya lo sabíamos, aunque no desde hace tanto como creemos, pero ahora lo sabemos por enfrentarnos casi al mismo tiempo a un mismo acontecimiento a lo largo y ancho del mundo. Así que la humanidad se ha hecho visible ante sí misma como el potencial sujeto de unas instituciones y políticas planetarias imprescindibles para la subsistencia global.

Es cierto que el internacionalismo de la postguerra mundial, el pacifismo consiguiente a la creación de los arsenales nucleares y el ecologismo contenían casi todas esas notas. Pero ninguno consiguió conmocionar tan simultánea y traumáticamente a la humanidad en su conjunto. Ahora y ante el temor de futuras y nuevas pandemias, nos sabemos apremiados sin dilación posible a reforzar instituciones regionales y mundiales que sean efectivamente capaces de tomar sobre sí la gestión de las amenazas globales.

Sabemos, además, que a medio y largo plazo la solución solo puede ser mundial. Nadie puede sobrevivir en solitario porque el aislamiento de países o grandes regiones continentales no es viable. Así que, por primera vez con la urgencia de un proceso viral pandémico, experimentamos que la propia salvación depende también de la de todos los demás, precisamente porque ricos o pobres, desarrollados o no, todos somos organismos de la misma especie.

Desde ahí ha resurgido una cierta conciencia de supervivientes. No se trata solo de recordar que el planeta sigue siendo un lugar peligroso. Sino de recordarnos que la «supervivencia» humana consiste en que no superamos los peligros solo físicamente, sino que sobrevivimos comprendiendo lo sucedido y aprendiendo a gestionarlo.

Esa exigencia de conocimiento que consuma la supervivencia humana a los peligros, incluye de nuevo una antigua certeza casi olvidada. La pandemia nos ha enseñado poco acerca de la vulnerabilidad del individuo humano, pero ha concertado esa vulnerabilidad en un mismo acontecimiento. Y ha sido esa simultaneidad la que nos ha mostrado de nuevo la extrema fragilidad de nuestros sistemas y logros sociales que, al menos en el mundo desarrollado, dábamos ya -esta vez sí- por definitivamente asentados.

Ese vértigo ante acontecimientos imprevisibles de consecuencias inciertas, nos ha reintroducido en el curso de un movimiento que habíamos olvidado: la historia de las civilizaciones, con su alzas y catástrofes. Y nos ha recordado que la decadencia y las calamidades son siempre posibles, también en nuestras sociedades hipertecnologizadas, por una sencilla razón: somos organismos afectables, y si lo somos en conjunto no hay sistema social que pueda quedar en pie.

Ha ocurrido antes y puede volver a ocurrir porque nuestro desarrollo tecnocientífico no tiene la potencia de sacarnos del flujo temporal de los cambios y avatares de las especies biológicas sobre el planeta. Se nos ha hecho evidente que la situación, sin ser buena, se puede complicar con una simple mutación del virus, y evolucionar completamente fuera de control con consecuencias inimaginables, pero perfectamente posibles.

Así que la conciencia de supervivientes encaramados a una vastísima superestructura artificial cuya sofisticada complejidad no solo no evita su vulnerabilidad sino que la multiplica en nuevas direcciones, ha venido para quedarse. A no ser que aprovechemos la previsible mejora de la situación para narcotizarnos de nuevo con nuestra boba fe en un progreso constante e irreversible.

Este resurgido sentido de la vulnerabilidad histórica de nuestras civilizaciones puede -y debe- reactualizar las urgencias ante una crisis climática cuya complejidad e ingobernabilidad resultan apabullantes en comparación con la actual. Pero debería reforzar también la conciencia de que la humanidad carece de un destino manifiesto triunfal sobre el planeta. Más bien al contrario, la comunidad de todos los seres humanos está inmersa en un mismo pero incierto destino, del que hay que empezar por responsabilizarse ya, sin más demora, exigiéndoselo a nuestros Estados y sus uniones continentales.

La próspera paz de los últimos setenta años y los vertiginosos progresos tecnocientíficos habían inaugurado una época que había terminado por identificar el futuro con el cumplimiento del optimismo más crédulo. Ese utopismo precisa la corrección que supone comprobar que lo posible es tanto la realización de nuestros sueños como de las peores pesadillas.

Esa prevención es solo la forma emocional de la prudencia que exige la nueva responsabilidad humana con dimensiones globales y planetarias. Responsabilidad que con toda justificación reivindicó Hans Jonas hace ya medio siglo. La nueva percepción del riesgo es la saludable salida de una ensoñación de seguridad, y la recuperación de la vigilia que la incertidumbre de lo histórico demanda de nosotros.

La sensación de irrealidad ante un parón social y económico como no habíamos contemplado antes, es el efecto de que lo imposible se hubiera hecho realidad. Es muy probable que una vez superado lo excepcional de la situación el mundo recuperé su fisonomía anterior, pero es poco probable que nuestra mirada sobre ese mundo siga siendo exactamente la misma. No pocas veces, esas miradas nuevas conducen la historia.

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